La última serie de Netflix, ‘Quedadas en las bolas’, nos trae la confrontación entre jóvenes que lo fueron y jóvenes que lo son a cuenta de si para verse en calle Larios hay que citarse en las bolas o en el Zaragozano. Esta interesante trama se desarrolla en las concurridas plazas de las redes sociales. Desprecio, autobombo y reivindicación articulan una pelea sin fin en la que (ALERTA: SPOILER) acaban derrotados por el ninguneo los miembros de la llamada ‘generación perdida’, ese eslabon que se da el encuentro en Women’s Secret. 

Ya podemos sumar al catálogo de debates absurdos la discusión por ver qué lozanía es mejor. Como si alguna de las partes fuera a ceder. Con esas acérrimas defensas pasa como con los partidos políticos o equipos de fútbol: uno no se baja de la burra y solo se siente cómodo hablando con los de su estirpe. Tan torpe es el mayor que demoniza la nueva juventud disfrazándola de inmadura e inconsciente como el chaval que ve el pasado como un desguace y no como una fuente de inspiración. 

La juventud es como la banca, siempre gana. Cuando la tienes, tiendes a desperdiciarla. Los consejos de veteranos que no quieren que a ti te pase lo mismo son vistos como historias de abuelo cebolleta porque el frenesí del día a día es tan absorbente que pararse a reflexionar es una pérdida de tiempo. Y cuando ya pasó de largo y se convierte en un álbum de fotos, te cobra vitalicio peaje en forma de melancolía. Y por si ya no fuera burlón destino, nos inventamos el término segunda juventud, que es como una cirugía estética del cerebro y el lenguaje. Y no te quiero decir ya si lo acompañamos de una camiseta ajustada de Springfield sobre un pecho cincuentón de tres meses de gimnasio…

La juventud también es cruel. Porque avanza más inexorable en el cuerpo que en el alma, de tal modo que una lúcida mente de 60 años puede sentirse presa de unos huesos oxidados que embutan un conocimiento y una experiencia impecables. A la juventud la ves venir cuando ya se ha ido. 

Y aunque no está muy clara su frontera con la senectud, la juventud divide. Quien llama niñato al que la posee está reconociendo su anhelo; el que desprecia al ‘boomer’ asume su soberbia e inconsciencia de pensar que será infinita.  

Quizá la juventud más duradera sea la del pequeño que tiene cerca a quien le pueda contar lar batallas del Zaragozano y la del mayor que entiende qué se hace en las bolas. A mí, que sigo quedando en la puerta del Women’s Secret, me encanta oír las historias de los dos. Y a esta edad, mi sensación es que la juventud es como la primavera: una fiesta de los sentidos que, cuando estos ya no la perciban, al menos podrás atrapar dentro de un cuadro en casa. 

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