El balcón
Ignacio Martínez
Sin cordones sanitarios
Monticello
El antiparlamentarismo, el discurso de que las instituciones de gobierno carecen de legitimidad para representar a “la gente”, ya fue puesto en práctica por el Podemos asaltante celestial, es decir, por una formación que pugnaba por cuestionar el sistema desde su origen. Más extraño, y significativo, es que quien se haya deslizado por esa pendiente haya sido el líder del partido conservador, apuntando a la legitimidad apócrifa de la Cámara Baja, frente a la auténtica del Senado. Feijóo nunca se sumó al mantra del gobierno ilegítimo. Pese a ello, y no sin la ayuda de la derecha latinoamericanizada de su formación, es decir, la madrileña, ese fue uno de esos elementos que configuraron las anteriores elecciones legislativas como un plebiscito, para beneficio, a la postre, del actual presidente. La cuestión es que, si las próximas elecciones son unas elecciones disyuntivas, argentinizadas, digamos, Feijóo probablemente no será el candidato, y ello es así porque de sus años en política deducimos que no es un hombre con la catadura requerida como para, por ejemplo, identificar la justicia social con la vagancia, a Milei con la libertad, a España como una dictadura comunista y, llegado el caso, para trazar un vínculo entre la política migratoria y la sarna. No obstante, más allá de que esta pérdida de candor en el lenguaje pueda perjudicar sus intereses, la idea de Congreso ilegítimo forma parte de un marco general de erosión en el que entran actuaciones de distinto signo, como el anuncio de comisiones de investigación a jueces, acusaciones gubernamentales de prevaricación o la indiferencia ante la caducidad democrática de un órgano como el Consejo General del Poder Judicial. A lo que debe unirse, claro, un discurso presidencial asentado en el desprecio a la verdad respecto a los compromisos políticos esenciales que usa la polarización como coartada para el engaño. Convivimos, digamos, con la cada vez menos disimulada práctica del nihilismo constitucional. Como si no importase demasiado socavar en la ciudadanía la credibilidad de ciertas ficciones básicas, como la legitimidad de los poderes o la imparcialidad de los jueces. En todo caso, todo nihilismo no escapa de su paradoja. Esta semana se aprobaba la primera reforma de la Constitución no tributaria del proceso de integración europea. Es una reforma cosmética, sí, pero no carece de significado simbólico, ya sea como horizonte de posibilidad, un acuerdo impulsado desde el bipartidismo. Puede haber instinto de conservación entre el nihilismo, ya que, como decía Umbral, hay que ser tonto para no ver que “la nada también está vacía y hay que llenarla con algo”.
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