Tiempos modernos

Bernardo Díaz Nosty

Cristiano Rajoy

20 de noviembre 2009 - 01:00

SI echamos la mirada atrás, encontramos una y otra vez a Mariano Rajoy caminando sobre la cuerda floja, un ejercicio tan repetido en su quehacer político que lo consagra como avezado funámbulo. En cada nuevo reto -el más difícil todavía- se teme su desplome sobre la pista, donde incómodos incondicionales se desesperan sujetando la red con la yema de los dedos.

En Barcelona, como en otras plazas, se ha magnificado la unidad, el liderazgo, la voluntad de gobierno, todo aquello que días antes señalaba Aznar como prerrequisitos del éxito. Un acto de fe, más religioso que político, dirigido a una parroquia ante la que se opta por la homilía voluntarista en lugar de la cirugía. Para el común de los mortales es imposible creer que se pase, de la noche a la mañana, de las banderías y los brotes negros de la corrupción al Fuenteovejuna popular, donde todo cabe de Fabra a Fraga.

Rajoy resiste más de lo que imaginaban sus detractores. Supera pruebas en el confesonario de Génova y absuelve los pecados con la penitencia del "pásate con la mejor sonrisa por la próxima foto de familia…". Mantiene su credibilidad en la misma línea de flotación y la aparente falta de decisión es tenida como virtud del paciente, aunque la prudencia no sea compatible con la imagen de quienes, presentes en la instantánea, desbaratan cualquier estrategia salvadora. Rajoy habla de regeneración desde una concepción cristiana, donde el propósito de enmienda y la consabida penitencia absuelven al pecador y lo elevan a paladín de las mejores causas. E insiste en el gran pacto contra la corrupción, cuando bajo la alfombra doméstica se esconden casi todos los que tratan de llevarle en volandas para sobrevivir.

Sin autocrítica y movimiento en el banquillo no es posible iniciar esa necesaria y sugerente propuesta regeneradora. Autocrítica para rescatar la política del desprestigio que hace previsible su mediocridad cotidiana. La regeneración no es un ingenio cosmético, ni un talismán que se agote en las letanías del predicador que convierte la necesidad en promesas de paraíso. Las cosas son más simples y se reducen a la ética política y a la estética de la lealtad, algo esperable de los patriotas que se visten con la bandera nacional como patrimonio de familia, aunque la realidad nos enseñe que acaban usándola como sudario de sus miserias.

Volvemos a ver a Rajoy en el rellano de la escalera, en un ni subo ni bajo que le mantendrá así hasta el próximo alboroto de los suyos, tal vez sin reparar que el público que cuenta en urnas estaría dispuesto a premiar cualquier resolución, dentro de este siglo, que conduzca al rescate de la política. Aunque puede que nos equivoquemos y lo suyo sea el alambre…

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