últimamante el cine se ha colado en muchas de mis conversaciones. Y el salto de un fotograma a otro me llevó a la escena del reencuentro entre Chuck y Kelly en Náufrago. Se nos llena la boca con la ferocidad de Juego de Tronos, pero no hacen falta sangre ni armas para cerrarle al espectador garganta y estómago a la vez; es de los momentos más crueles que me ha dejado una película. Él, haciendo milagros diarios para no morir (físicamente, de pena o de locura) abandonado en una isla desierta, encuentra en el amor de su pareja su salvavidas. Volver a verla se erige en su auténtico rescate. Ella, mientras, tiene un pálpito de que él sigue vivo, pero las informaciones oficiales, la familia, los amigos y el tiempo que se va agotando la instan al sentido común de pasar página. Se enamora de otro hombre y sigue adelante. Cuando él está de vuelta, ambos han llegado tarde.

Él, dado por muerto, está vivo; ella, dada por viva, muere cuando le dijeron que el avión de su marido se había perdido. Una película especial que nos recuerda hasta qué punto es poderosa la palabra adiós, cuánto es capaz de agitar nuestro mundo. Adiós es un abismo. Que debería quedar por detrás, pues la decimos para cerrar una etapa y empezar otra; pero que aparece también por delante porque todas las renuncias que supone paraliza aquello que nos está aguardando. Un adiós es cruel porque en el momento de pronunciar esa palabra o de recibirla es cuando tomamos conciencia real del tiempo. Ahí nos percatamos de que algo que creíamos infinito se acaba. Si se pudiera hacer una autopsia al alma, cada cicatriz sería la provocada por un adiós.

Pero más duele cuando no se pronuncia. Porque una persona que se va sin decir adiós te abandona o huye. No hay pena más dolorosa que la que no sabes desde dónde o por qué te escupe a la cara. El adiós al menos es algo tangible en lo que desfogar. Un saco de boxeo para depositar ahí la rabia. Un permiso para exculpar tus locuras. Un cajón en el que guardar el dolor ya digerido con el tiempo.

Por eso el adiós debe ser firme y contundente. Un portazo suena a fin de ciclo; una marcha sigilosa parece una huida. Y una puerta entreabierta es un adiós de fogueo; quien la deja así no termina de salir ni de entrar, y quien así se la encuentra se queda esperando eternamente sin apenas esperanza.

Si vas a decir adiós, hazlo sabiendo la devastación que puede provocar esa bomba, sabiendo que estalla tanto al que la recibe como al que la lanza. También porque una etapa bien cerrada permite empezar con buen pie la que llega a continuación. Chuck y Kelly, que sabían todo esto, no se despidieron con un adiós, sino con un te quiero, que es la forma de tener dentro de tu vida a quien no quieres despedir nunca. Otro día hablaremos de esto. Porque te quiero en mi próximo artículo.

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