Y yo con estos pelos. No falla: cada vez que vuelve el Festival de Cine, con medio Madrid y un cuarto de Barcelona metidos en el Málaga Palacio, allá que se reproducen las alabanzas cada vez menos disimuladas hacia Málaga, pero qué ciudad más bonita, pero qué bien vivís aquí, es que no tiene nada que ver, es que ya sólo con el mar que tenéis, madre mía, si yo viviera aquí como tú no me cansaría de mirarlo ni de bañarme nunca, y este clima, y qué cerca está todo, qué ciudad más amable y qué simpático es todo el mundo, a otros festivales no quiere ir nadie, pero el de Málaga, hombre, ese no nos lo perdemos ningún año. Y cuando a cada entrevista, a cada llamada a los managers, a cada encuentro entre el photocall de turno y la rueda de prensa, caen los comentarios de este tipo, invariables, a uno casi le entra cierta culpa por vivir todo el puñetero año en algo así como el Edén de Occidente y no darse cuenta. Málaga representa algo así como el modelo definitivo de calidad de vida, el oasis con el que sueñan ingenieros informáticos y empresarios de alto copete, aquí sí que os lo montáis bien, malandrines, ya quisiera yo veros en Arganzuela en agosto. Sucede, claro, que quienes derrochan tales loas vienen de vacaciones o al Festival de Cine, que es más o menos lo mismo y encima la organización invita a las copas. Luego, de manera considerablemente más discreta, pero no menos intencionada, tampoco faltan letanías sobre lo mal que se vive en Madrid por lo mucho que se trabaja allí, por lo lejos que está todo, porque no hay manera que sacar tiempo para una cervecita, que menudo estrés llevamos, oiga, y entonces uno casi comprende que Díaz Ayuso vincule así la libertad, seguramente el mayor don que la especie humana ha logrado concederse a sí misma, con el derecho a tomarse una caña después de la jornada, que vaya la que le ha caído a la clase obrera (y a Karl Marx se le ocurre un chiste: os lo dije). De modo que así estamos, con gente tirando del carro en otra parte, pobres ellos, de frente sudada y cervicales marchitas, mientras nosotros en Málaga vivimos así de bien, en esta ciudad preciosa, con El Pimpi, con las terrazas, donde nunca apetece hacer nada ni tampoco hay prisa por echar la persiana. Luego salen los índices comunitarios de desarrollo y los planes para el reparto de las compensaciones por el coronavirus y se deduce el motivo, esclarecedor, de la condescendencia.

Parece, en todo caso, que el fervor capitalino consiste en quejarse todo el rato de lo mucho que trabajan ellos y admirar lo bien que viven los otros. En mi pueblo tienen un nombre para tales ganapanes que, de momento, no voy a revelar. Lo curioso, sin embargo, es que si antes eran cuatro los que expresaban su entusiasmo nada más bajar del AVE, se percibe ahora que el prejuicio se ha extendido y asimilado hasta hacerse norma. Sería interesante, eso sí, considerar cuánto de la misma obedece al supremacismo madrileño y barcelonés, alimentado a mansalva sin muchos escrúpulos en los últimos años como signo de competitividad y mérito, o al empeño de Málaga en promocionarse como una ciudad en la que no se vive, ni se trabaja, sino que se pasa de rechupete, se admira mucho a Picasso, se va al cine en alfombra roja, se reside en apartamentos turísticos con previsiones mensuales y, acabáramos, se presume de estar a la última con Google, Vodafone y la Tyrell Corporation. Lo peor de todo, maldita sea, es que si esto es de verdad una fiesta yo todavía no me he enterado. Si es que no tengo perdón de Dios.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios