Espías

Nos gusta imaginar que los espías se parecen a James Bond, pero la realidad suele ser mucho menos envidiable

Es muy curiosa la idea que la gente tiene de los espías. En general, nos gusta imaginar que los espías -y las espías, por supuesto, porque también es un oficio de mujeres- se parecen a James Bond y llevan una vida agitada y repleta de aventuras. La realidad es mucho menos envidiable, y más aún si pensamos en España. Lejos de ser un elegante y seductor James Bond, el prototipo de espía que tenemos entre nosotros suele parecerse más al comisario Villarejo. En vez de lucir muy bien el esmoquin, nuestros Bonds suelen llevar una gorrita a cuadros comprada en las rebajas de verano de Sombreros Pérez. En vez de pasearse por lujosos casinos y por glamurosos spas en Jamaica, nuestros espías frecuentan los restaurantes de carretera con menú a 12 euros y tarjetas de descuento para clientes fieles. En vez de utilizar las últimas modalidades tecnológicas, nuestros espías -pensemos de nuevo en el comisario Villarejo- suelen usar una grabadora microcasete comprada en un bazar chino. No olvidemos que nuestro espía está ya a punto de jubilarse -o se ha jubilado ya del todo-, y tiene que subsistir con una escuálida pensión que no le permite muchas alegrías. Su Aston Martin DB5 -el modelo favorito de James Bond- suele ser más bien un Opel Corsa.

Tampoco deberíamos dejarnos engañar por los espías que llevan actividades a primera vista más interesantes. Una vez conocí a cierto espía -permítanme que no cite su nombre, quizá es un secreto de Estado- que llevaba a cabo su misión en Alaska. Al oír aquello, imaginé una vida a lo Jack London: un trineo tirado por unos valientes huskies siberianos para perseguir malvados bajo la ventisca helada. Pero según me confesó, su vida de espía era muy distinta. Vivía en un hotel situado frente a las pistas del aeropuerto de Anchorage. Su única misión era comprobar si llegaba a aquel aeropuerto cierto sujeto del que tenía unas pocas referencias: un nombre, unas medidas, una foto. Eso era todo. Día sí y día no, debía pasearse por la terminal buscando a aquel tipo. Día sí y día no, debía comprobar los nombres que aparecían en las listas de pasajeros. En vez de James Bond, aquello se parecía más bien a Esperando a Godot o a El desierto de los tártaros. Le pregunté al espía si aquel pasajero de Alaska llegó a aparecer alguna vez, pero el hombre -secreto de Estado, supongo- se negó a contestarme.

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