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PERTENEZCO a esa mayoría de ciudadanos del resto de España a los que la pasada eclosión soberanista desatada en Cataluña bajo los auspicios de Artur Más nos dejó primero perplejos y después indignados. Era difícil de entender, desde esta periferia, que en medio de la brutal crisis que padecemos alguien jugara a una maniobra de distracción tan burda para tapar sus propias carencias como gobernante y encima pudiera tener éxito. Del final de esta operación los catalanes han dicho su primera palabra, con un resultado tan confuso como fue su campaña electoral, pero que desde luego no puede traducirse como un éxito del líder de CiU. Eso no impide, sino que aconseja, que el llamado resto de España comencemos a reflexionar sobre la descentralización de nuestro estado.

La alabada Constitución de 1978, nacida del consenso de la inmensa mayoría, tuvo como mayor virtud ser hija de su tiempo y, en consecuencia, ser muy consciente de lo que en aquel delicado momento era posible y lo que era imposible. Ciertamente, en la descentralización tuvo la gran habilidad de quedarse a medio camino entre el heredado Estado centralista y el Estado federal que era la meta a la que se pretendía llegar, pero que las condiciones del momento lo impedían. Por tanto, este estado de las autonomías que parece que contentó a todos y que ha cumplido un innegable papel descentralizador sigue siendo un complejo híbrido, construido a medio camino que se presta a la confusión, facilita la duplicidad de funciones y nos mantiene enredados permanentemente.

Han pasado 34 años, los imponderables que impedían ir más allá en la descentralización han desaparecido y lo que antes podía ser un significativo avance ahora puede parecer para algunas comunidades insuficiente, incómodo y estrecho. Comenzar a construir un nuevo consenso para afrontar el camino hacia el federalismo desde la reflexión serena, sin atajos oportunistas y sin tener la sensación que España es tan frágil que cualquiera puede romperla, puede ser una tarea política que no debe ser demorada mucho tiempo. Es cierto que esta necesidad no se siente con igual intensidad en todos los territorios de España, lo mismo que en su día el autogobierno que ofertaba la Constitución del 78 no era deseado con la misma intensidad en todas las regiones. Pero no debe de asustarnos esta asimetría que pudiera darse de inicio, porque asimétrico se diseñó el actual Estado autonómico: recuérdese las autonomías del 151 y las del 143 que parecían ya adjudicadas con nombre y apellido desde el principio, pero ahí apareció Andalucía (28-F) para romper esos planes iniciales. En esa podemos estar.

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