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Para quienes no son ajenos al gusto por lecturas geopolíticas, no les extrañará la afirmación que sigue: toda gran nación se plantea, como aspiración territorial básica, la extensión hasta el límite de sus fronteras naturales. Sin el conocimiento de este principio, sería difícilmente explicable la costosa inversión de esfuerzo humano y material, en procesos como la colonización de Siberia o la conquista del Far West.
Es evidente que, si la España contemporánea pudiera compararse como potencia expansiva a Estados Unidos o Rusia, hace centurias que habría absorbido al pequeño principado pirenaico cuyo equipo de fútbol juega en la segunda categoría de nuestro balompié profesional. Y habría acabado con la presencia usurpadora de un país extranjero, en cierta porción de tierra andaluza que se asoma al estrecho que nos acerca a África.
Por razones obvias, más complicada sería la reintegración de Portugal, que no olvidemos llegó a ser gobernada por tres monarcas españoles que comparten nombre con el rey actual, a caballo de los siglos XVI y XVII. Tras el cruento divorcio definitivo, se sitúan los dos pueblos ibéricos mutuamente de espaldas, como demuestra la escasa atención que los asuntos hispanos despiertan entre las inquietudes de los vecinos portugueses y viceversa.
No piense nadie que hay un propósito de ofender los sentimientos lusos, gibraltareños o andorranos. O mucho menos que proponemos una llamada a las armas en la pacífica era que vive este rincón de Europa. En realidad, y desde el reconocimiento de esas otras entidades políticas con las que coexistimos, lo que nos preocupa es que ahora mismo la llave de los destinos patrios esté en manos de aquellos que sueñan con menguar la configuración del Estado articulado por la Constitución de 1978.
Poca duda cabe de que los separatismos periféricos han aprovechado al máximo, en su propio beneficio, las peculiaridades de nuestro sistema electoral y las amplias prerrogativas concedidas a los gobiernos autonómicos. Las segundas para imponer su hegemonía política y social en sus comunidades, y las primeras para colocar y deponer presidentes en La Moncloa.
Un orden de cosas frente al que los principales líderes del arco parlamentario jamás se rebelaron, antes de que surgieran personajes como Rivera o Abascal. Apartado voluntariamente el catalán de la arena partidista, al alavés lo neutralizan los medios de masas, un día sí y el otro también, caricaturizándolo como el villano de tan triste argumento.
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