Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

George Foreman era Ulises

Si la de Ali es la vida de Aquiles, el héroe cuasidivino de la ‘Ilíada’, la aventura de Foreman es la propia de un Ulises heroico

Siempre consideré a Muhammad Ali el último héroe homérico. En un siglo que nos reveló la incertidumbre y el azar como la condición de nuestra existencia, Ali actuó con la convicción propia de un hombre que, de alguna forma, no quiere renunciar a la condición divina. Escultórico, como criado en el fuego, y plenamente consciente de sus dones, condujo su vida conforme a la pura voluntad, negando cualquier destino escrito. La historia del boxeador Muhammad Ali es la historia también de una cólera sublime, de una venganza perpetua y de una idea del honor, igual que la de Aquiles, insoportable y sobrehumana. Cuando ya las manos sólo le servían para temblar, si uno se fijaba bien, podía ver en sus ojos la furia intacta del hombre que tumbó a Sonny Liston. Ali vivió y murió en una gloria incompatible con la paz.

El primer juguete que tuvo mi hijo, el joven Víctor, fue casualmente un pequeño muñeco de Ali que le echaron los Reyes. Un acontecimiento que yo aproveché para compartir con el crío una mitología deportiva y política que tiene en Kinsasa, en la batalla del Zaire entre Ali y George Foreman, su momento épico por excelencia. Después de ver varias veces el célebre combate, y por seguir con las inconstitucionalidades, iniciamos una costumbre, aún hoy vigente, que es la de hacer un cuadrilátero en el salón, y, tras sonar la campana, jugar los dos unos asaltos que terminan, irremediablemente, conmigo besando la lona. Para mi sorpresa, el joven Víctor siempre quiso ser Foreman y dejarme a mí el papel de un Ali noqueado, algo que, en un principio, yo interpreté como una forma precoz y sutil de matar al padre. Con el tiempo, sin embargo, esa elección se ha revelado como un acto esclarecedor y sabio. Si la de Ali es la vida de Aquiles, el héroe casi divino de la Ilíada, la aventura de Foreman, el gigante caído en África, es la propia de un Ulises heroico pero humano, sometido en su odisea al hado, a las tentaciones y a los cíclopes. Foreman, el único superviviente de aquella Troya, se levantó del barro, no para ser un Dios, sino para predicarlo y emprender el largo camino de vuelta a casa. Esa otra empresa homérica, en la que moró largo tiempo perdido, le exigió, ya en la senectud, pisar de nuevo el ring y acabar con los pretendientes que habían tomado el hogar en su ausencia. Suya es hasta hoy, no obstante, la pequeña Ítaca del hombre tranquilo. Como a mí me pertenece, por un rato, cuando el joven Víctor me da las buenas noches y yo le beso y le contesto: buenas noches, Foremancito.

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