Resulta difícil, casi un motivo de escándalo, escapar de la conciencia general de que todo es un puñetero desastre. De que difícilmente se podrían hacer peor las cosas. De que vamos los últimos, de que todo el mundo saldrá de esto antes que nosotros, de que tenemos lo que nos merecemos. Y la evidencia nos dice que la gestión de la epidemia, ciertamente, presenta deficiencias a menudo incomprensibles, únicamente explicables a tenor de la más absoluta incompetencia. Sucede, sin embargo, que si rascas un poco debajo del rifirrafe político encuentras posibles matices. Una parte importante de la opinión pública daba por sentado que la vuelta al colegio sería poco menos que un infierno. Que a los pocos días de la reapertura de las aulas la clausura iba a ser fulminante y el confinamiento atroz. Llegados a este punto, a lo mejor podemos decir ya que no ha sido así. Que los cierres de aulas, y sobre todo de centros, ha sido puntuales mientras que la norma general es de cierta normalidad en la medida en que la situación excepcional lo permite. Que es cierto que a las horas de entrada y de salida se siguen produciendo aglomeraciones en los accesos, pero que también para esto, poco a poco, se van encontrando soluciones. Y habrá que decir, entonces, con perdón, que aquí hay gente que está haciendo bien su trabajo. Los docentes de mi entorno más cercano, algunos con responsabilidades directivas, están doblando turnos, trabajando día y noche, sacrificando fines de semana en los mismos centros hasta las tantas para que todos los horarios y todos los grupos funcionen como un reloj, sin contactos indeseables y, al mismo tiempo, con las mayores garantías para el aprendizaje. Están, digamos, conteniendo el infierno para que no termine de abrir la puerta, a menudo abandonados a su suerte, con la administración mirando para otro lado. Pero, a poco que preste uno atención a cualquier sector, lo que encuentra es gente poniendo todo de su parte, a menudo por una compensación menor, para que la maquinaria, aunque dañada, siga funcionando.

Sí: tras el ruido mediático y el alarmismo fatalista, todo invita a afirmar que la sociedad civil está haciéndolo bien, a la altura de las circunstancias, sacudiéndose egoísmos y empujando donde más falta hace. El primer ejemplo de los sanitarios es ahora palpable en muchos otros ámbitos. Y es que seguramente esta misma sociedad civil ha reaccionado en correspondencia con su madurez: ha comprendido que la única opción posible es hacerlo bien, de la mejor manera, en la línea de la virtud aristotélica. No se trata de fomentar un optimismo fútil. Excepciones hay en todos y cada uno de esos sectores, claro. Para empezar, en la clase política, que, tal y como cabía esperar de un sistema que promociona el pillaje y sanciona el talento, ha puesto todo el empeño en sacar de la epidemia un rédito electoralista en lugar de seguir el ejemplo de la ciudadanía para la que supuestamente trabaja. Pero es importante valorar qué es un desastre y qué no lo es. Ya habrá tiempo de ajustar cuentas.

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