De pregones no entiendo mucho, pero diría que el de Adelfa Calvo ha sido el más importante de la historia de la Feria de Málaga. Y lo ha sido por su valentía a la hora de llamar ciertas cosas por su nombre y de asentar un poco de cordura en el discurso oficial de la ciudad, precisamente frente a quienes lo esgrimen. De entrada, y por si alguien lo dudaba a estas alturas, nuestra actriz ha dejado bien claro que se puede amar mucho a Málaga, más todavía, hasta perder la razón, y rechazar la construcción de un rascacielos en el Puerto; porque por mucho dinero que traiga el edificio, por muchos puestos de trabajo que pudieran crearse ahí, hay valores más importantes en los que nos reconocemos y nos afirmamos, como el simple hecho de mirar al mar tal y como lo hacemos hoy. ¿Cuánto vale la posibilidad de perder la vista en el horizonte sin barreras? ¿Quién le pone precio a esto? Cuando preguntaron a Mircea Cartarescu por el valor de la poesía, el escritor rumano respondió que la misma vale tanto como un gato muerto, e invitaba a los tasadores de turno a ponerle precio. Lo mismo sucede en Málaga con su paisaje, por más que a mayor gloria de la hostelería entendida como poder político y de la perdurabilidad de la moral de pobrecitos (la que clama todavía a los señoritos a ver si pueden colocar a mi niño) sigamos confundiendo, como los necios, valor y precio. Pero donde Adelfa Calvo pone el dedo en la llaga, con la mayor virtud de su parte, es a la hora de invocar la hospitalidad marca de la casa: "Los malagueños somos hospitalarios y sabemos divertirnos, pero debemos hacerlo desde el respeto, para que los que nos visitan sigan nuestro ejemplo y no hagan aquí lo que nunca harían en su casa o en su tierra". Exacto. Alguien tenía que decirlo de una vez: la hospitalidad no consiste en permitir que el visitante haga lo que le dé la gana, sino en que se sienta como en su casa. Es decir, que haga aquí lo mismo que haría allí. La hospitalidad entraña al menos desde Séneca la adopción de un modelo ético: ésta es nuestra casa, la amamos y por eso la respetamos. Así que le invitamos a que haga usted lo mismo, dado que ya es uno de los nuestros.

De modo que si tanto durante la Feria como en cualquier otra época del año ciertos malagueños actúan como si Málaga no fuese con ellos, como si la responsabilidad de mantener la ciudad limpia y habitable respondiera siempre a otros, como si viviéramos aquí de prestados, es hasta cierto punto natural que los turistas se sientan legitimados, o al menos invitados, a actuar en consecuencia. Y esto explicaría que, al contrario que otras ciudades andaluzas bien cercanas, el turismo al que Málaga resulta atractiva sea en un porcentaje no pequeño justo el turismo que no quieren en otras partes: ciego, ruidoso, insensible, combustible, guiado por la avaricia consumidora y el instinto festivo más primario, con escasa curiosidad y menos atención hacia el entorno que le rodea. Digamos que es relativamente fácil pedir peras al olmo turístico cuando aquí nadie se atreve a hacer un diagnóstico serio y riguroso del desplante que Málaga sufre de manos de los suyos. Dolería, claro. Mientras, al turismo, una sonrisa. O dos.

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