El pasado domingo afirmaba en estas páginas Alfonso Lazo que "los conceptos de élite, aristocracia, meritocracia, excelencia y competencia se han convertido en España en graves blasfemias que atentan contra la moral obligatoria de la igualdad por abajo". Late en su argumento, creo, una severa crítica contra el igualitarismo, esa estúpida doctrina que tanto poder está alcanzando en esta Europa nuestra de las medianías.

Parte el engendro de un disparate: la tendencia a equiparar la igualdad de derechos, que es una conquista social irrenunciable, con la igualdad de condición, que no pasa de torticera e interesada utopía uniformadora. Pretender esto último -que todos seamos exactamente iguales- topa de inmediato con la realidad misma: muy al contrario, ya no sólo cada uno de nosotros somos radicalmente distintos, sino que la propia heterogeneidad es la clave de la evolución y la que proporciona su riqueza intrínseca a las sociedades humanas. Es incontestable que existe una variabilidad personal inmensa, fruto de la herencia biológica, de los factores sociales y ambientales con los que nos enfrentemos y, al cabo, del esfuerzo individual que cada cual realice.

Los diseñadores del nuevo mundo han ignorado maliciosamente que, aunque todos somos iguales en dignidad, las desigualdades de inteligencia y de capacidades de todo tipo son y seguirán siendo inherentes a nuestra naturaleza. Contra esta tozuda evidencia, sacrificando el valor de la libertad, se nos quiere disciplinados, uniformes, insanamente homogéneos, fieles a las exigencias de un solo pensamiento y de un solo lenguaje. Prolifera, así, el desprecio por la diferencia, por la brillantez, por el trabajo sobresaliente, por la genialidad, por cuanto desdiga el necio ideal de un universo ortodoxamente mediocre. El papanatismo de los movimientos globalizadores, falsamente benéficos, acaso como seguro mecanismo para perpetuar su artificial imperio, amputa, cual moderno Procusto, la natural disparidad que nos define.

Termino animando a los jóvenes, como hacía Lazo, a desoír consignas liberticidas. Porque nada hay más semejante a la muerte que vivir la vida según las asfixiantes reglas que otros despóticamente nos dictan, es virtuoso y noble buscar la superación, transitar caminos solitarios y heterodoxos, sentir el orgullo de saberse en minoría, no traicionar, en fin, lo desigual y extraordinario de una peripecia, la tuya, maravillosamente única.

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