Lágrimas de feminismo

10 de octubre 2022 - 08:04

PARA hoy tenía pensado un texto sobre las lágrimas. Más concretamente, sobre el llanto de los hombres. Lo pensé tras esas imágenes planetarias de Rafa Nadal y Roger Federer llorando a moco tendido, desconsolados, rotos, tras el último partido del suizo. Ellos eran la rivalidad llevada a su esencia más pura: dos tenistas cuya competencia les hacía mucho mejores el uno al otro, pero a la vez dos buenos amigos. Competir desde la admiración, no desde la oposición. Así que me encantó verlos desnudos, expuestos, mostrando su dolor sin disimulo. A cara descubierta, cogidos de la mano. Dos exponentes mundiales diciéndole al mundo que llorar por tristeza es lógico. Dos referentes de miles de niños normalizando sus sentimientos, sin miedo a esconderse.

Paralelamente, Pablo Guede, un argentino enamorado de Málaga, se despedía en rueda de prensa. Lo habían despedido como entrenador blanquiazul; para él era algo más. Era interrumpirle el sueño que llevaba esperando disfrutar desde hacía años. No había frase que articulara sin ser interrumpido por su llanto nacido desde el fondo de su alma. No hubo lágrima a la que no le dejara salir. Y no eran lágrimas de rabia. Lloraba desde la pena más absoluta.

En mi último llanto ante un niño (niña, en este caso), ella me miraba extrañada. Yo no tenía consuelo. Después de las lágrimas no paraba de lanzarme miradas, para ver si lo volvía a hacer. “Es que es raro ver a un adulto llorar”, esgrimía. En general, nos reprimimos ante los niños; hay quien incluso abandera esa aberración de decirles “por eso no se llora”. Y al creer que por no llorar ante ellos les vamos a ahorrar hacerles daño, le causamos uno mayor. Les llevamos a creer que si lloras eres débil. Les creamos una coraza de cristal y una falsa sensación de fortaleza. Una entrada VIP para sus cortocircuitos emocionales del mañana.

Yo quería hablar de todo eso. Pero de pronto, las persianas del Elías Ahúja se abrieron al unísono, en un deleznable canto al machismo, la dominación, la violencia sexual y la depravación. Un acto que da miedo. Porque provenían de niños bien de entornos que el día de mañana les permitirán ser jueces, médicos, abogados, y cuya mentalidad regirá las vidas de nuestros hijos. Actuando en grupo, en una manada terrorífica, sometedora. Y en un deplorable marco de libertad e impunidad para ello (el colegio mayor solo ha expulsado al que inició los cánticos, de manera 'ejemplarizante', como si eso fuera un ejemplo cuando tendría que echar a todos y no servir una cabeza de turco esperando así que la sociedad les perdone). Un acto tan dañino que solo ha encontrado en la “tradición” la única disculpa a la que agarrarse. Cuando esa tradición justamente es el vehículo que históricamente ha empoderado a esos jóvenes para seguir humillando a las mujeres y convirtiéndolas en víctimas. Tan víctimas que algunas ni lo han considerado una vejación, porque, claro, puta es una palabra que según el contexto es ofensiva o no... Todo lo que no sea ver en esas ventanas un caldo de cultivo de maltratadores, violadores o personas que se creen por encima de la mujer y con derecho a tratarlas como objetos será un gran error social.

Dentro de los miles de cambios que aún necesitamos para voltear esta lastimosa sociedad heteropatriarcal y que impere el feminismo, me parece sanísimo que los hombres lloren públicamente. Que se muestren débiles y vulnerables. Para que nos liberemos del miedo a sentir. Para estabilizar nuestra salud emocional desde bien pequeños y derrocar ese primitivo constructo aún imperante de que no llorar es de fuertes. Puede que el ir de machito sea un código de las amistades masculinas. Que sea nuestra forma de siempre de relacionarnos. Pero eso no es de ir de machito, sino de marchito. Y tenemos que ser los hombres los primeros que lo denunciemos públicamente.

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