ámsterdam Café. En Calle Alcazabilla, uno de los ventrículos del corazón de Málaga, pero así llamado rima mejor con el crisol de caras europeas que por ahí se asoman. La primera cerveza llega con un mensaje revelador: también será la última. Mañana los italianos que han adquirido el local lo cierran. A saber cuál será el penúltimo negocio del centro. Penúltimo porque por aquí los locales abren y cierran a velocidad caleidoscópica. Caen efímeras gotas, son días de lluvia parpadeante tan propios del mes. De esos que parece que el cielo de Málaga no sabe llorar, que lo hace con las nubes encogidas, por eso cuando no pueda más descargará a empellones.

De pronto al cosmopolitismo de Alcazabilla le da un bofetón de identidad cultural El Vena. Aparece cantando haciendo honor a su apodo. Cantando es un decir, a cuatro metros ya no se le oye, solo se le intuye uno de sus clásicos callejeros. Surge el comentario; sin humor negro, sin broma de mal gusto, es sentido: "Lleva malviviendo muchos años y ha pasado una pandemia, pero ahí sigue, no se ha muerto". Y papeletas compra de sobra. Porque se acerca a pedir dinero y, aunque no se lo dan, sonríe por el cigarro a cambio. Eso es lo que cobra por sus actuaciones, un cigarro, pero se va feliz con su mochila a otra terraza. Su sonrisa ya no es la de hace cinco años, cuando una clínica dental le financió una dentadura. Para volver a ser Eduardo Chamorro. El Chamorra. El cantaor flamenco. Fue una felicidad efímera, un tenue chispazo de esperanza. La calle y la vida insana volvieron a dejarle edéntulo. Para volver a ser El Vena.

La última cerveza en el Ámsterdam se acaba. Toca dar una vuelta para llenar el apetito. El grupo de amigos duda. El hambre que empieza a rugir permite detectar los nuevos olores de las calles. Aroma a bocadillos gourmé de un emergente local en Dos Aceras. A sidra, tradición y resistencia frente a la persiana del Mesón Astur. A falafel bajo un letrero de costosa pronunciación. A comida rápida y a hambre urgente en quienes portan sus pizzas por las calles para hacer tiempo rumbo al pub de moda. Huele a perfumes que apagan el olor real de Málaga.

Y ya no sabes si están eligiendo dónde cenar o esquivando dónde no hacerlo. A esa hora del viernes Málaga es todos, o quizá ya no es de nadie, por eso de pronto pareces no saber dónde estar. Las calles parecen bocas de metro, los perentorios repartidores de flyers asaltan tu calma. Las parejas caminan de la mano, pero no se paran en seco a darse un beso de reloj de arena, no se cogen en brazos para inmortalizar ese momento de felicidad que ya no volverá. En cada esquina, en cada giro por una calle pequeña para acortar camino, te tropiezas con foráneos que ya han aprendido los mismos atajos de los que tú presumías como oriundo de tu mapa. Pero Málaga ya no es una Torre de Babel, es un laberinto de Babel. Casi avergonzado por sentirte extranjero en calles repletas de turistas, agachas la cabeza. Entonces, las baldosas negras y blancas de calle Beatas te reconcilian con tu ADN. Con tu pasaporte a un pasado que a veces cuesta reconocer bajo la última franquicia, el nuevo B&B o el local de copas de moda que ahora ha escrito su letrero bajo el nombre de aquel otro en el que descorchabas tu juventud a base de bailes, malibús con piña y besos deseados o inopinados.

Por fin Lagunillas, a escasos minutos del epicentro de la multietnia y la prisa, aplaca pulsaciones con un baño de quietud. Ya no está el grafiti del Vena, otro golpe al costumbrismo. Y entonces uno piensa que puede que Málaga sea como él. Que aunque desgastada y con la sensación de empeoramiento diario, la ciudad sigue viva. Y celebras que el Vena no haya muerto y entiendes porque él sigue latiendo en su cuello.

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