Sine die

Ismael / Yebra

Pregón de Navidad

24 de diciembre 2015 - 01:00

NO soy persona de pregones. No me atraen como espectador ni como pregonero, aparte de no verme capacitado para ello. Pero he nacido y vivo en una ciudad en la que se pregona todo y en la que le resulta difícil a aquel que se sienta atraído por la escritura, no ser tentado por alguna institución para pregonar algo. El año pasado fui invitado a dar un pregón de Navidad en una residencia geriátrica cercana a mi casa y debido al lugar acepté de inmediato.

Por pura obstinación preferí llamarle charla de Navidad y preparé unos folios para dirigirme a la audiencia. Ésta se podría llamar la historia de un pregonero pregonado. Mis papeles eran insignificantes ante lo que veían mis ojos. Los cuidadores habían dispuesto unas sillas en el patio de la residencia para los ancianos, aunque muchos de ellos estaban en sillas de ruedas. Frente a ellos el atril desde el que yo debería hablar. Mientras era presentado tomé conciencia de que yo tenía poco que decir y que la imagen que tenía ante mí era la que realmente pregonaba la Navidad.

Al tiempo que fui leyendo mi escrito no paraba de ver detalles que me hacían difícil continuar con el hilo narrativo. Unos estaban atentos y espabilados, otros se dormían y eran despertados por los cuidadores que les daban palmaditas en la cara para intentar que siguieran con la mente presta. En todos ellos se vislumbraba una expresión de paz como sólo es capaz de verse en la cara de los viejos y de los niños. A algunos los conocía y no parecían los mismos. La vida y las circunstancias familiares les habían llevado a estar allí por imperativo de la edad y de los tiempos en que vivimos. Yo les recordaba aún jóvenes, activos, trabajando, paseando con sus hijos por la calle, pero todo eso se había acabado para ellos. Apenas eran una sombra de sí mismos, unos espectros que sólo esperaban el paso del tiempo para comer o ir a la cama.

Una imagen llamó especialmente mi atención. Mientras hablaba veía a un hombre muy mayor que era besado y acariciado continuamente por el que después supe que era su hijo. El anciano, casi dormido, levantaba la vista de vez en cuando y le sonreía con agradecimiento. La escena se repetía una y otra vez plena de ternura y afecto, con una expresión de cariño poco frecuente de ver en público. Mi exposición pasó a ocupar un segundo plano. Sin lugar a dudas, ése fue para mí el auténtico pregón de la Navidad.

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