calle larios

Pablo Bujalance

Regreso a la ciudad invisible

Mientras lo que ocurra en la Alameda sigue siendo un misterio, el Metro da sus primeros tientos en raíles por los que nunca pasa nadie En Málaga, la realidad es lo que no se ve

08 de febrero 2013 - 01:00

HUBO algo de justicia poética en el hecho de que el Metro celebrara sus primeras pruebas en superficie hace unos días tan cerquita de Los Asperones, un barrio que lleva ya no recordamos cuánto tiempo desmantelándose, extinguiéndose, trasladándose, no siendo, bien a costa de las promesas municipales de borrar semejante gueto, bien a costa de su propia ruina y marginación. Mientras se discutía cuándo y de qué manera el Metro habría de llegar a la Universidad, habría sonado a desvarío chanante que algún preboste reivindicara que, ya que estamos, se prolongara la cosa hasta Los Asperones, o la Huertecilla de Mañas, o la Fresneda, allí donde no hay nada o donde lo poco que hay terminará desapareciendo. Pero no, la cuestión sigue siendo qué hacer con el Metro en la Alameda, aunque el caso también parece una película de ciencia-ficción: todo consiste en adelantarse al futuro para intervenir allí y no aquí, debatir sobre una Málaga invisible, improbable, que hasta ahora no conoce del Metro más que calles cortadas y negocios idos a pique. El Ayuntamiento y la Junta andan a la trifulca, pero usted y yo sabemos que aquí se hará lo que diga la Agrupación de Cofradías, a la que se le permite renombrar el callejero a su antojo, inventar plazas donde no las hay y propiciar notables desequilibrios urbanísticos y arquitectónicos para que la fe popular pueda expresarse bien cerquita de los lugares de influencia. Pero a lo que íbamos, Málaga lleva demasiado tiempo hablando del Metro (se habla, y mucho, en bares, cafeterías, mercados y peluquerías, sobre todo para poner a caldo a la Junta o al Ayuntamiento), tanto que parece que siempre ha estado ahí cuando no ha estado nunca y, lo que es peor, cuando deberá transcurrir aún un largo tiempo hasta que esté. Su sombra ya pesa en la Alameda, en la calle Cómpeta llevan meses subiéndose a sus vagones para ir a hacer la compra, en La Unión notan el temblor en el suelo cuando el vehículo se acerca a la estación, en La Luz algunos pillos han aprendido a colarse sin comprar el billete a la manera barcelonesa, pero nada de esto ocurre. Conviene, entonces, retomar la teoría de Italo Calvino sobre Las ciudades invisibles: las ideas que se proyectan sobre una determinada urbe acaban definiéndola, estructurándola, dotándola y reconociéndola con más fuerza que lo que esa misma urbe es realmente.

Hagamos el mismo ejercicio a la inversa: durante muchos siglos Málaga ha ignorado su propia Historia, ha pulverizado su pasado, se ha desentendido de su herencia mediterránea, ha ignorado los testimonios de las civilizaciones que la han alimentado en los últimos tres mil años cuando no los ha cubierto o directamente aniquilado, y de este modo su patrimonio vital ha quedado reducido a un agujero. Y ese agujero, que en realidad es una ilusión porque nadie puede desandar lo andado para evitar lo que sucedió antaño, por más que se tape con cemento la muralla medieval de Carretería, ha terminado convirtiéndose en santo y seña de la ciudad. La invisibilidad es su bandera. De igual manera, en dirección contraria (es decir, hacia adelante), lo que no se puede ver y que tal vez aparecerá algún día ante nuestros ojos se muestra como mucho más real que la supervivencia cotidiana, la mansedumbre de lo auténtico. Málaga se define por su ausencia. En su último libro, Canción errónea, el poeta Antonio Gamoneda define la vida como lo que transcurre entre dos inexistencias, y Málaga es justamente eso, una ciudad que busca su sitio entre la que fue una vez y se empeñó en no ser y la que se empeña en ser y aún no es. Perdonen este paupérrimo plagio de Heidegger, que ya quisiera serlo. También yo escribo algo que pretende ser y no es. De cualquier forma, si se trata de vivir según las expectativas, convendría hacerlo con algo más de imaginación en lugar de esperar que alguien nos arroje el filete al plato. ¿Qué Metro queremos?

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