La Recachita

Nacho / Artacho

Skyline

31 de enero 2016 - 01:00

P HILIPPE Petit hace malabares con naranjas por las calles de Montmartre. Entre función y función, se retira al campo y camina por el alambre. A ras de hierba, primero. De copa a copa de los árboles, después. Cuando cree dominar el oficio, cruza el espacio que separa las torres de Notre Dame. No es suficiente. Se planta en el extremo del mundo y se encarama al puente de Sydney. El tráfico se colapsa, los conductores miran hacia arriba. Un hombre de negro pasea sorteando la ventolera y las gaviotas de Port Jackson. No es suficiente. El funambulista lee que en Manhattan están a punto de inaugurarse dos edificios que suben en paralelo hasta una altura de medio kilómetro. Dedica cinco años a planear el asalto de los cielos: modela maquetas, contrata helicópteros, se finge articulista especializado en ingeniería, fraterniza con los obreros, falsifica credenciales, se esconde en las azoteas. Y una mañana, durante algo más de cuarenta minutos, recorre al fin el vacío que media entre los colosos del World Trade Center. Empieza a llover y da por concluida la caminata. Lo detienen. Esposado, mira a cámara con la socarronería del niño que acaba de esconder bajo la alfombra los restos de la porcelana. La opinión pública consigue una rápida liberación y Petit, el pase de por vida a las plataformas del complejo arquitectónico. Termina, incluso, estampando su firma en una de las vigas.

Cada cierto tiempo, me invento alguna excusa para volver a Man on wire, el formidable documental con que James Marsh encandiló a Sundance en 2008. La conclusión siempre se repite: hay algo de Ícaro en ese equilibrista revoltoso que trepa a la región más transparente y hay mucho de Moisés en el que baja de ella con la cabeza llena de años y de luces.

De este tipo de lugares luminosos, Jorge Guillén sabía un rato: se murió pensando que lo profundo era el aire. Si andaba en lo cierto -y nada parece indicar lo contrario-, en el centro del aire está Philippe Petit.

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