Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
El maravilloso himno a Venus con el que se abre uno de los poemas fundamentales de las literaturas de Occidente, De rerum natura de Lucrecio, donde el poeta latino recogió en versos memorables el credo de su maestro Epicuro, contiene una expresión muy bella que adquiere en el poema un carácter auroral, como de estampa del mundo primigenio: tibi rident aequora ponti, esto es, “el piélago a sonreírte se pone”, en la traducción de Agustín García Calvo, o “te sonríen las llanuras del mar”, en la de Francisco Socas. Hace unos meses discutimos en términos cordiales con un poeta que seguía la libérrima y quizá bienhumorada versión de Anne Carson, “el mar se ríe de ti”, y el desacuerdo no era tanto por la minucia gramatical –el texto latino dice inequívocamente “para ti”– como por la traición al sentido de una imagen tan clara y fundante, la del resol que al espejear en las aguas multiplica las luces como una discoteca natural. Bienvenido sea el error si sirve para traer el venerable latín de Lucrecio a un poema de amor del siglo XXI. A veces, cuando de jóvenes cruzábamos el puente sobre el río a las horas en que los reflejos del sol reverberan en la superficie, se nos venía a la cabeza la famosa escena final de Quadrophenia, el film basado en la legendaria ópera de los Who, aquella en la que el desengañado Jimmy, después de regresar a Brighton, recorre en su lambretta los impresionantes acantilados de Seven Sisters, blancos como los de Dover. Es la misma imagen aunque en ese caso desprendía un incongruente aire melancólico, acorde al fondo nihilista de un relato que se servía de la iconografía mod pero preludiaba los sombríos tonos del punk. Esta luminosa mañana de diciembre, sin embargo, tantos años después, los reflejos del sol son una fiesta –es obligado entornar los ojos– y en la ribera medio vacía de paseantes o corredores, por la parte en que la ciudad deja o dejaba paso al campo, todo invita a disfrutar del instante que huye: el verde recrecido por efecto de las lluvias, las muchachas concentradas en los ejercicios, el silencio apenas roto por las voces de remeros y piragüistas. Hasta la novísima torre, pese a sus hechuras desproporcionadas y su fealdad irredimible, se ve hoy bonita, como si estuviera todavía dibujada en el plano o en una de esas viñetas de los ochenta en las que cruzan aviones –también los vemos por aquí, yendo o viniendo– y parejas con niños y perros retozan en amenos parajes urbanos. El tramo final de la dársena, lo que llaman brazo muerto, es lugar para celebrar la vida.
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