
Años inolvidables
Ángel Valencia
Tiempos turbios
Hablando en el desierto
UN día nos cansaremos de que nos presenten España como una noche interminable que no empieza a ver la luz hasta el último cuarto del siglo XX, de la misma manera que nos cansaremos del feísmo, la vulgaridad, la ignorancia y la pereza mental, que es peor que la ignorancia, porque la ignorancia a veces es un mal destino, pero en la pereza mental hay dejación del pensamiento propio para que otros piensen por nosotros y nos digan lo que debemos pensar. El feísmo y sus satélites morirán por repetición y aburrimiento, y quedará, como todas las modas que pretender reflejar un pensamiento político, en las capas ínfimas de la sociedad, donde siempre estuvo por necesidad y ahora estará por vocación. Quedarán las aristocracias para tener un norte, que no son sino los talentos excepcionales que siempre hubo y siempre habrá en tiempos oscuros.
Si atendemos al sentido griego de áristos, lo mejor del hombre, la excelencia, lo que lo mejora, es impensable que en algún momento futuro el pensamiento aristocrático desaparezca. Para evitar confusiones con el antiguo estamento de la nobleza hereditaria y otros grupos sociales a los que también se les llama impropiamente aristocracia (del dinero, por ejemplo) algunos prefieren llamarla meritocracia, que, aunque vale, suena peor. La mente aristocrática no se hereda: es cierto que una educación adecuada en una mente educable dará cualidades que parezcan heredadas, pero no es así. La conciencia aristocrática se forma en la conquista individual de lo excelente, lo mejor; pero el impulso que lleva a esta conquista es un misterio y cada aristócrata, en el sentido griego que estamos usando, lo explica de un modo: situación concreta extraordinaria, intersección de azares u ocasión temporal única. Infrecuente, pero no deja de suceder.
Lo cierto es que aparecen mentes aristocráticas (san Agustín, Dante, Newton, Bach, Billy Wilder, Oppenheimer), que no suelen pertenecer a los más altos escalones de la sociedad, ni a grupos especialmente poderosos, pero que sus semejantes reconocen que les han ayudado a avanzar ordenada y armoniosamente. Para conseguir esa excelencia que acaba influyendo en los demás para mejorarlos, hace falta una mezcla de talento natural, educación y egoísmo. Sin la unión de los tres no hay salvación personal que sirva de ejemplo, pues no podría resistir el acoso de la fealdad y la ignorancia, que van juntas y forman ese mundo gregario y ruidoso que nunca tendrá oportunidad de atender con inteligencia.
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