La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

El arte de desinvitar a una boda o paripé

¿De cuántas bodas, paripés de boda y primeras comuniones se ha librado a última hora por las restricciones que ahora se acaban?

La pandemia introdujo nuevos hábitos en la vida social la mar de saludables, como no tener que compartir los platos de ensaladilla donde el compañero de mesa mete el cubierto chupado. Qué asco. Lo peor es cuando el hombre se ofrece a servirte "un poquito" con el mismo tenedor que ha empleado un instante antes. Y no digamos cuando usted pide unas palas para servir la ensalada, pero alguien, muy solidario con no molestar nuevamente al camarero, se ofrece para aliñarla y remover la lechuga con el cubierto recién salivado para probar si el plato venía salpimentado. No me diga que no le ha pasado. Pero ha habido más aportaciones favorables del tiempo que nos ha tocado sufrir. Una de ellas, vigente por pocos meses como la Junta siga abriendo la mano, es poder desinvitar a quienes usted había convocado a su boda o a la de su hijo. Pasados los meses y después de diferentes aplazamientos a la espera de poder convocar a más personal, resultaba que las circunstancias iban a peor o no mejoraban como para organizar una horrorosa ceremonia con una bulla de trescientos invitados. Era una suerte de aplicación de la cláusula rebus sic stantibus en la que, por fortuna, se caían usted y su señora del cartel con el nunca bien ponderado ahorro del regalo (ay, si es que no había cometido el error de realizarlo ya) y todos los gastos adicionales. Hubo otra modalidad, bajuna donde las haya, en la que los novios ni siquiera se molestaban en avisar de la nueva fecha del enlace tras los aplazamientos, como si la empresa Pagés de don Ramón Valencia -un señor donde los haya- suspende una corrida de la Feria de San Miguel -que se celebra de momento sin barandas de la Junta en los burladeros (ojo a la auditoría del mangazo)- y no avisa los señores abonados de la nueva fecha. Ha ocurrido de todo estos meses que parece que, por fin, se acaban en cuanto a las restricciones. Algunos han quedado como la chata, pero otros son felices, muy felices, por la de bodas en templos, paripés de enlaces (celebrados previamente ante el alcalde de turno) y primeras comuniones de las que nos hemos librado gracias al virus y, sobre todo, al desahogo cortoplacista de los anfitriones (no se tenga en cuenta la bella definición de anfitrión de Plauto, por favor). Todo lo bueno se acaba. Ahora hay que afinar bien a quien invita usted para su acto social de dentro de dos meses, porque ya no habrá excusa de reducción de aforos, ni aplazamientos en los que dejar caer al cuñado pesado, al amigo que no interesa o aquella relación social que de pronto dejó de ser rentable. Vuelven los tenedores metidos en los platos comunes y vuelven los de siempre a ser retratados. ¡El bizum que nos ahorramos!

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