Escribo estas líneas antes de que se produzca cualquier aclaración oficial sobre la posible relación, o no, de la vacuna de AstraZeneca y la muerte por infarto cerebral de una profesora del IES Guadalpín de Marbella. Escribo, también, desde el respeto y el dolor que esta muerte suscita en un servidor, que cuenta entre sus amigos y allegados con muchos profesores. Desconozco, igualmente, si existe alguna relación causal efectiva entre la vacuna y los casos de trombos detectados entre algunos individuos que habían recibido su particular dosis. Lo que sí sé es que los casos de ictus e infarto cerebral son muchos, demasiados, y que no necesitamos asociarlos a ninguna vacuna ni a ninguna epidemia para que de una vez empecemos a hablar seriamente de la cuestión. Hasta el momento, el ictus me ha arrebatado a más gente, amigos y familiares, que el coronavirus. La frecuencia con la que salen afectados en el entorno más próximo, a menudo con consecuencias fatales, llega a ser estremecedora. No hay duda de que las medidas sociales asumidas a cuenta la pandemia son oportunas, justas y necesarias; del mismo modo, toda la información de que dispongamos sobre el Covid será poca. Pero si se trata de hacer frente a agresiones que no sólo merman nuestra calidad de vida, sino que directamente nos la arrebatan, llevamos demasiado silencio acumulado en lo que se refiere al ictus. Y habría que empezar a romperlo de una vez. En los últimos años, por ejemplo, el número de adolescentes que han sufrido un infarto cerebral se ha disparado respecto a las décadas anteriores. Aunque puede darse cierta predisposición genética, cualquiera es susceptible de ser víctima de un ictus, sin previo aviso, sin causas aparentes, sin posibilidad de prevención, porque sí. Los factores relativos a la edad, el género e incluso el estado de la salud son indiferentes. El personal sanitario advierte de que los casos relacionados con el ictus son tristemente frecuentes, pero no existe una alarma social, ni se divulgan posibles medios para evitar los ataques ni paliar sus efectos. Todo parece consistir en tener suerte y que no te toque. Si de la posible asociación con las vacunas contra el coronavirus, por más que la misma sea del todo fortuita y al final inexistente, derivara una mayor concienciación respecto al peligro que entraña el ictus, entonces tal vez podríamos sacar algo bueno de todo esto. Al menos, un primer paso.

Del fenómeno que constituye el ictus no sabemos muchas cosas, pero no es difícil distinguir un vínculo con el estrés y cierto estilo de vida marcado a fuego por la presión y la lucha encarnizada contra el reloj. Todo apunta a que una rutina más relajada resulta eficaz a la hora de poner coto al ictus, pero aquí entramos en conflicto con un sistema productivo que justamente ha hecho de la presión su particular becerro de oro y que exige cada vez más dedicación por menos contrapartidas. No han faltado gurús dispuestos a convencer al más pintado de que el trabajo en tales condiciones es una experiencia satisfactoria, constructiva, creativa; ni desalmados capaces de afirmar que el estrés resulta saludable para el fomento de la iniciativa personal y la superación de bloqueos existenciales. Afirmaba recientemente el escritor Ted Chiang que no hay nada más contrario al humanismo que la valoración de las personas por su rendimiento, pero quien sale perdiendo aquí es directamente la especie humana. No es descabellado pensar que es este sistema el que impone el silencio. Directo a la cabeza.

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