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Relatos de verano

Jorge Duarte

El confesionario (VII)

EL traficante se asomó a la celosía y me dijo entre susurros: -Ya hemos llegado, padre. Espere sólo un momento, voy a convencer a mi socio para que se confiese -y oí alejarse sus pasos.

Desde mi posición podía ver a los congregantes por una celosía y al capellán por la contraria, por lo que colegí que me encontraba frente al ataúd. Don Anastasio permanecía en silencio, observando con discreto estupor el cortejo luctuoso encabezado por la viuda, convencido de que aquella ceremonia formaba parte del funeral. Súbitamente, la feligresía se alborotó sin motivo aparente: la mayoría rezaba en voz alta, casi a gritos; otros se santiguaban frenéticamente; y unos pocos, extasiados, con caras de santo de calendario, se levantaron a un tiempo, como zombis al dictado de una orden sobrenatural, y se incorporaron a la comitiva,.

Unos estruendosos golpes retumbaron dentro del confesionario.

-¡Abra el confesionario, padre, ya está aquí mi socio! -gritó el capo.

Llevado por la intriga de conocer la identidad del socio y por acabar cuanto antes con aquella farsa esperpéntica, abrí a toda prisa las puertas delanteras. En un primer momento no pude distinguir nada más allá de un palmo de mis narices, pues la densa humareda que escapaba del confesionario me lo impedía de todo punto. Cuando la pestilente nube empezó a disiparse, pude ver, horrorizado, la estampa más escalofriante que mis ojos hayan visto nunca: el capo sujetaba al muerto por sus axilas, manteniéndolo de pie junto a él. Ambos, envueltos en una neblina fantasmagórica, se bamboleaban a izquierda y derecha, como dos tunos bailando al son del Clavelitos. El cadáver apoyaba su cabeza sobre el hombro izquierdo del capo; mantenía sus párpados cerrados gracias a la sujeción de dos pequeñas tiritas; por las comisuras de su boca escapaban débiles hilillos de sangre medio coagulada y negruzca; y dos copos amorfos de algodón taponaban su nariz. Pues bien, era tal el zarandeo al que estaba siendo sometido el muerto, que las grapas que sellaban sus ojos terminaron por desprenderse. Casi al instante uno de sus globos oculares salió de su cuenca, ya blanda y putrefacta, quedando colgado de un fino músculo que lo hacía oscilar de un lado a otro, como el péndulo de un carillón. El otro ojo, inerte y completamente blanco, continuó acomodado en su cavidad. Quizá fueran imaginaciones mías, pero el fiambre me clavaba su tuerta visión con resentimiento, como si me culpara de la sacrílega profanación. Reparé, entonces, en que casi todos los que nos rodeaban, para mi desconcierto, tenían puesta su atención en mi persona y apenas en la "extraña pareja", como si nunca hubieran visto un sacerdote bebiendo güisqui, fumando, y cantando el Clavelitos dentro de un confesionario.

El mafioso, exhausto, dejó caer el cadáver al suelo, y se puso a orinar sobre él y a blasfemar a grandes voces. La gente se rasgaba las vestiduras y lo increpaba duramente. Consideré llegado el momento de que todos los presentes, sobre todo los familiares del interfecto, supiesen la verdad acerca de su muerte. Salí del confesionario dando tumbos y, tras dar un par de traspiés, uno de los cuales me abrió la ceja izquierda, me acerqué al altar, saqué el móvil y lo coloqué en el atril, junto al micrófono. La confesión del asesino comenzó a retumbar por toda la iglesia. La masa de congregantes quedose de repente suspensa y muda, concentrando sus miradas primero en el altar y a continuación en el fratricida, al que yo, cigarro entre los dientes, cara ensangrentada y sonrisa siniestra, apuntaba con el dedo acusador. Éste salió de entre la multitud y se encaminó lentamente hacía donde reposaba el hermano difunto. Una vez junto a él cayó de hinojos y, mirándolo fijamente, empezó a recriminarle:

-¡Todo esto ha ocurrido por tu culpa! ¡Si no hubieras descuidado a tu mujer nada de esto habría pasado! ¡Has arruinado mi vida!

Agarró la camisa del muerto con ambas manos y lo sacudió con fuerza, golpeando su cabeza contra la pared del confesionario. El pánico se extendió, a esta sazón, por toda la capilla. Todo el mundo corrió, despavorido, hacia la salida, en medio de un griterío ensordecedor, como si acabara de sonar una alarma de incendio.

Entretanto, salí discretamente de la iglesia y me dirigí con parsimonia hacia la puerta del hospital. Ya en la calle, pude ver a un grupo de policías nacionales que charlaban y fumaban desenfadadamente junto a su furgón. Me acerqué a dos de ellos y, con fingida excitación, les dije:

-¡Por favor, agentes, necesito ayuda! Hay un loco en la capilla del hospital que está entorpeciendo un funeral. Ha sacado al muerto de su ataúd y está gritando que fue él quien lo mató. Tienen que detenerlo, antes de que…

-¡Pero qué cojones…! -empezó a decir uno de ellos con la alarma subida a su rostro.

-No se preocupe, padre -intervino otro agente-. Ya nos encargamos nosotros. ¡Y haga que le miren esa ceja! -me aconsejó mientras corría, junto a sus compañeros, hacia el interior del hospital.

Una vez alejado del lugar, me despojé de la sotana y la arrojé a un contenedor de basura. Encendí la colilla del puro y me senté en un banco a meditar, a contemplar cómo pasaba la vida, cómo venía la muerte, tan callando.

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