Trabaja en el sector sanitario. Alcanzó la treintena en plena cuarentena. Una, dos, tres, las seis olas se ha comido en el hospital. Desde los días más funestos hasta hoy, cuando despacha los omicrones que llegan a sus historias clínicas con la misma naturalidad que esos virus estomacales de visita estacional. En sus ojos hay un darwinismo lógico: no baja la guardia, pero sabe que lo peor de la pandemia ha pasado. Así que se toma en serio la nueva catarata de contagios. Sin tanto miedo como la primera vez, porque estos ya no incorporan tanta pasarela al cementerio. Aunque un poso más profundo trasluce sus ojos. Algo que no puede explicar con palabras porque es un sedimento horadado en su retina, en su subconsciente, en el trastero de su alma. Porque solo lo ha visto ella, no tú ni yo.
Es, como diría la ilustrísima Rosa Montero, su nuez de dolor. Es la rabia dentro de la rabia. Porque sus ojos se volvieron igníferos cuando vio que tanto sobresfuerzo apenas daba para unos aplausos fariseos en balcones. Cuando la recompensa de los políticos eran declaraciones y fotos populistas, sin atender las demandas de mejoras salariales, estructurales ni logísticas que ya eran necesarias prepandemia. Cuando vio que un brote de sanitarios en las portadas de periódicos y cabeceras de informativos parecía tener más calado en la sociedad que la infinitud de horas en que su vida se dedicó ya no solo a salvar las de los otros, sino a implorar no ver más cadáveres. Y pese a toda esa implosión de frustración, ni siquiera es lo que emana de esos ojos. Esa mirada es la orfandad de cuidados de quien se dedica a cuidar a los demás.
Lloró en el coche a diario de vuelta a casa. Lloró en silencio para que su familia no la viera. Se refugió en su pareja y en sus hijos. Pero por más que contara los horrores que tuvo que afrontar, un sentimiento de dolor intransferible presidía sus días, y sigue como inquilino de su mirada.
No me quiero ni imaginar cómo tiene que ser escuchar a una paciente preguntarle cuándo cree que volverá a ver a sus nietos sabiendo que el coronavirus se la llevará por delante unos días después, quizás horas. Cómo tomar la decisión de a quién darle el privilegio de encamarlo en función de la esperanza de vida con la que han ingresado los enfermos. Cómo convivir con la indigestión de saber que los hospitales podrían haber salvado a más personas si las históricas demandas de personal e instrumental hubieran sido atendidas antes de que el Covid llegara como un alud que nos arrasó el día a día.
Ese dolor queda ahí como un sótano lleno de humedades y moho. Como el de los soldados que han vuelto a salvo de una guerra pero han tenido que ver morir a compañeros y gente inocente a sus pies. Muchos sanitarios, como ella, se pondrán en manos de terapeutas para aliviar la carga. Otros no optarán por el mismo camino. Y deberían hacerlo para que, como a ella, no se le quede esa mirada que a veces naufraga en su pozo de amargura.
Si detectas unos ojos así, no dudes en abrazar a esa persona sin darle un motivo. Estoy seguro de que se agarrará a él como quien se abraza a la vida.
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