Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
NECESITAMOS siempre un enemigo, y se puede encontrar muy fácilmente. Rastreamos al enemigo para sobrevivir, para poder mirar de frente algún futuro. Nos reconocemos en nuestros enemigos, en nuestra diferencia de ellos. El enemigo, tanto el literario como el de cualquier territorio, es una distancia de nosotros crecida sin posible solución, porque la negación del enemigo no es sino la ausencia de uno mismo. El enemigo nos define, porque puede ser no sólo el reverso, sino también el anverso de nuestra propia moneda. Al enemigo no le perdonamos las faltas que encontramos en nosotros, seguramente porque en los otros siempre odiamos nuestros propios defectos, porque los tenemos y porque los reconocemos. El enemigo, entonces, ya se ha convertido en nuestro espejo, en una realidad que habita sólo un paso después de nuestros propios pasos, que conoce también nuestras zozobras porque son sus propias zozobras, que sabe de lo oscuro de nosotros porque en su oscuridad se esconde el mismo frío. El enemigo, el verdadero enemigo, nos conoce mejor que nosotros mismos.
En un período de crisis, el enemigo es el pobre. Groucho Marx decía que se podía conocer el estado financiero de Nueva York por la situación de las palomas en Central Park: si la economía era pujante, los neoyorquinos daban de comer a las palomas; en cambio, en periplos de recesión, las palomas desaparecían de Central Park. Las palomas, entonces, son un indicativo, pero también lo es la percepción del escalón más frágil de la pendiente social. Si en Central Park son las palomas, en cualquier sociedad occidental la porción más vulnerable es la sostenida sobre la inmigración.
Cuando los bolsillos se vacían, es muy fácil mirar hacia el distinto para culparle a él de ese vacío, y por eso la eterna tentación, por parte de los partidos europeos de extrema derecha y también de algún ministro despistado de izquierda, es relacionar el atisbo de pobreza con la llegada de los inmigrantes. Entonces, el odio se vincula a lo desconocido, y el inmigrante se convierte en enemigo. Odiamos, entonces, aquello que hemos sido alguna vez, porque pocas sociedades europeas podremos encontrar con más naturaleza nómada que la española; y nómada por pobre, por miserable y hambrienta, que también nosotros lo fuimos no hace demasiado tiempo, dejando atrás la casa, el trabajo y los hijos. En Andalucía, en concreto, todos somos hijos o nietos de inmigrantes, repartidos por vastas geografías. Lo escribí hace poco: el racismo no existe, lo que existe es clasismo. El futuro estará escrito por una mezcolanza democrática, riquísima y creciente, de gitanos y payos, de hispanos y de chinos, de blancos y de negros, con naturalidad de barrio, que es la versión castiza del civismo. Mientras tanto, toda tentación de vincular la inmigración con la presente crisis no es sino una búsqueda castrada del enemigo invisible.
También te puede interesar
Lo último