Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Náufragos
Brindis al sol
Cuando el flamenco empezó a cobrar vida, en el último tercio del siglo XVIII, ya lo acompañaban dos componentes que habían de tutelarlo largo tiempo: el señorito y la teoría. Cadalso en una de sus Cartas lo explicó muy bien: el señorito, dueño del cortijo, pagaba y el Tío Gregorio, acompañado de Preciosilla, decidía cómo y qué debía tocarse, cantarse y bailarse e incluso beberse. Pocas veces un texto literario ha resultado tan ajustado y profético. Porque esa herencia se mantuvo sin apenas alteraciones durante más de un siglo. Y si la tutela del señorito fue asumiendo otras caras para facilitar un mayor negocio, en cambio, el papel decisivo de la teoría (y la tradición que la refrendaba) ha conservado el mismo papel de referente y autoridad. Rara vez una manifestación cultural ha contado con más dictámenes dispuestos a decidir qué es lo ortodoxo. Un canon que se transmitía casi por consanguineidad, integrando y estigmatizando según unos modelos impuestos por el paso del tiempo. Incluso la pertenencia racial imponía carácter y los territorios originarios de los artistas aún más. Se creó así una leyenda creíble, alimentada por los criterios de viejos patriarcas y también por cientos de libros que configuran una bibliografía de la que gozan pocas artes populares. Para colmo, desde la época romántica, al flamenco le tocó otro valor añadido: el ser considerado una manifestación básicamente andaluza, lo cual le supuso una nueva tutela y otra vigilancia institucional más. Pero con todo, ha sido tanta su fuerza que ha sobrevivido, con momentos espléndidos de vida y creación. Aunque eso sí, siempre, hasta hace pocos años, ha padecido la presencia de guardianes, dedicados a tutelar e imponer el debido respeto a una supuesta pureza. Limitando, con ello, la fascinación que pudieran ejercer artificios ajenos, innovaciones e influencias de otros lares. Sin embargo, poco a poco, algunos flamencos visionarios y atrevidos abrieron otros cauces, al proponer un nuevo equilibrio entre el peso de las tradiciones y la modernización exigida por otros gustos. Y, desde entonces, como un inesperado milagro, casi cada día surgen retos, ensayos y experiencias, con planteamientos que han vivificado lo que meramente parecía sobrevivir. Algunas de estas apuestas quedarán en meras ocurrencias, otras darán fruto. Pero algo se mueve. Conviene recordar estas cosas, en estos días en que, en el Teatro Real, en Madrid, se rinde homenaje a Paco de Lucía, un flamenco completo, visionario y atrevido. La confianza que se puso en sus manos ha fructificado.
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