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No es un diagnóstico novedoso, pues de hecho hace décadas que los especialistas prevén esa evolución a medio plazo, pero días atrás el lingüista Fernando Venâncio afirmaba que en sólo unas décadas el portugués de Portugal y el de Brasil serán idiomas distintos. No ocurrirá igual, precisaba, o no de momento, porque a la larga todas las lenguas que se hablan en territorios distantes tienden a la disgregación, en el caso de Angola o Mozambique, y tampoco en el del español y sus diferentes modalidades. Lo prueba a su juicio la industria cultural, que distingue ya el portugués del brasileño, aunque la lengua escrita presente, como ocurre en todo tiempo, menos cambios que la hablada. En lo que se refiere al castellano, ha sido decisiva la orientación panhispánica que preside la actividad de la Asociación de Academias de la Lengua Española, donde la RAE convive en pie de igualdad con las veintidós corporaciones que representan a sus homólogas de América, Filipinas y Guinea Ecuatorial, incluyendo a Estados Unidos y al Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Frente a lo que piensan quienes los consideran y malentienden como policías de la lengua, los académicos, ajenos desde hace mucho a la tentación del purismo, son los que más atención prestan a los usos reales y mejor conocen las peculiaridades y los sustratos de las distintas variedades del español, que gracias a su impagable trabajo conjunto ha tomado cuerpo en obras valederas para toda la comunidad. Puede que la hermosa palabra Hispanidad, rescatada por Unamuno a finales de la primera década del siglo pasado, en un sentido no racial sino lingüístico que descartaba la primacía de la península sobre las tierras hermanas, y asociada después, por autores como Zacarías de Vizcarra, Ramiro de Maeztu o Manuel García Morente, a una visión tradicionalista que alimentaría las nostalgias imperiales del nacional-catolicismo, haya quedado contaminada por el abuso de la retórica oficial en los tiempos de la dictadura, pero el inmenso y valiosísimo patrimonio que suponen la lengua común y los siglos de historia compartida –con sus luces y sombras, antes y después de las declaraciones de Independencia– merece ser cuidado por el propio bien de los hispanohablantes, con todo respeto a una diversidad que comprende, también en la misma España, otras lenguas y culturas. Más que recrearse en los agravios, explotados por políticos oportunistas, convendría echar la vista adelante y pensar con Unamuno en la deseable unidad de porvenir, de un modo ya no retórico que implicara estrechar los lazos y aspirar a un horizonte de fraternidad verdadera.
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