Leys contra Mao

25 de noviembre 2025 - 03:07

Diez años después de su publicación original, ha visto la luz en España el ensayo biográfico en el que Pierre Boncenne rindió homenaje a su amigo el gran ensayista y sinólogo Pierre Ryckmans, conocido por el seudónimo de Simon Leys, gracias a la misma editorial, Acantilado, que tiene en su catálogo varias de las deliciosas obras del escritor belga. Por ellas sabemos que el también diplomático descubrió la cultura china en su primera juventud, durante un viaje a mediados de los cincuenta, y ya a finales de esa década estudió en profundidad la lengua, el arte y la literatura, que llegaría a conocer con rigor de especialista. En la primera mitad de los setenta, publicó tres libros fundamentales en los que reflejó, mientras muchos influyentes intelectuales cedían en Occidente a la seducción del maoísmo, el verdadero rostro de la tiranía en el país asiático. Para calibrar el impacto de su obra en Francia, hay que recordar el predicamento que el delirante experimento de la Revolución Cultural tuvo entre nuestros vecinos, no sólo en los grupúsculos de la ultraizquierda sino en pensadores tan reputados como Sartre, Foucault, Barthes o Malraux, que lo ignoraban todo de China –y de la sanguinaria trayectoria de Mao– pero celebraron con entusiasmo la retórica con la que el Gran Timonel logró perpetuar su inigualada condición de asesino en serie. Incluso en aquellos años infectados de propaganda revolucionaria, el desvarío y la frivolidad de los maoïstes mondains, tan sofisticados, repugnan tanto más porque ni ellos ni otros apologistas de los jóvenes guardias se desdijeron de sus solemnes majaderías. Al comienzo de su ensayo, El paraguas de Simon Leys, Boncenne recuerda que todavía en 1983, cuando el famoso programa de Bernard Pivot, Apostrophes, invitó al escritor y este puso en evidencia la estupidez y la ignorancia de los intelectuales prochinos, los principales diarios reaccionaron a su clara denuncia del terror maoísta –de las falacias de sus defensores y de su desprecio hacia las penalidades del pueblo– acusándolo de estar al servicio de la CIA. Como él mismo precisaba, era un “analfabeto en política” y sus intereses iban por otro lado, pero había sido testigo y sabía y al contrario que otros no quiso callar. Prosista de fino humor y erudición exquisita, admirador de Camus y de Milosz y sobre todo de Orwell, Leys se sirvió también de la sátira para dar rienda a su indignación, prefiriendo a la severa grandilocuencia la demoledora ironía. También en eso, el tono, frente a la épica falsaria, fue y sigue siendo un modelo a seguir.

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