Ayer se celebró el Día de las Librerías, aunque en Málaga la celebración oficial tendrá lugar hoy con un recorrido literario por algunos de estos establecimientos coordinado por el Centro Andaluz de las Letras y guiado por Guillermo Busutil. Da igual: cualquier día que no sea el día de las librerías es un día echado a perder, que no vale mucho la pena. Las librerías merecen toda la atención por muchas cosas, pero cabría subrayar el modo en que, en una época de cambios vertiginosos también en lo que se refiere a la identidad y la definición de las ciudades, estos espacios han mantenido la influencia que conservan desde antiguo a la hora de dotar de significado urbano, cultural, vecinal y ciudadano a calles, plazas, centros y barrios. No hay muchos otros ejemplos, fuera de la oficialidad acostumbrada, de instituciones que sigan siendo importantes a la hora de mejorar sus entornos hacia orillas ciertamente deseables desde que las mismas librerías pueden reconocerse como tales (lean El infinito en un junco de Irene Vallejo, si es que no lo han hecho ya, y sabrán a qué me refiero). La cuestión es que cada vez que voy por primera vez a una ciudad o un pueblo me gusta visitar sus librerías, porque éstas ofrecen el mejor prisma para conocer a fondo villas y urbes con una calidad infalible. Más que los emblemas al uso, más que los símbolos históricos y nostálgicos, más incluso que los bienes patrimoniales y las manifestaciones populares, las ciudades tienen su mejor carnet de identidad en sus librerías. Por eso, aunque me gusta mucho descubrir librerías nuevas en las ciudades que amo, me lo paso en grande volviendo a las que más he disfrutado siempre, por mucho que los sabelotodos al uso las consideren agentes del mainstream y cebos para turistas. Si pienso en volver a Nueva York, Lisboa o París cuando todo esto de la pandemia acabe, pienso sin remedio en volver a la Strand, a la Bertrand o a la Shakespeare & Company. También estos lugares son mi casa. Sin ellos, estas ciudades serían otras. Tal vez entonces no me apetecería tanto volver.

Málaga tiene librerías de las que presumir y, como tales, ofrecen un magnífico retrato de la ciudad y su conjunto. A menudo, incluso, con sus aspiraciones y sus paradojas, pero siempre en una convicción bien afirmada en la resistencia. Si hablamos de nuestras librerías como tradición, encontramos un verdadero patrimonio histórico que a menudo ha ido por delante a la hora de definir Málaga como una ciudad ambiciosa, de vanguardia, capaz y creativa, por más que, ya se sabe, la memoria tienda aquí a ser cortita para mayor solaz de los adanistas que creen inventar el sol cada día. Los resultados de la marca Málaga, ciudad de los museos como reclamo turístico están ahí y pueden ser interpretados de muchas formas. Pero a lo mejor conviene preguntarse lo que daría de sí la promoción de Málaga como ciudad de los libros respecto a la proyección de una imagen propia de modernidad. Tenemos la historia y un material humano de primer orden. No intentarlo es perder el tiempo.

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