En este truculento primer tramo del siglo, hablar del fracaso es ya, por sí sólo, un síntoma de fracaso. Su pésima fama corre paralela a la inmaculada y brillante del éxito, su oponente. Éste cabalga ahora en corcel desbocado, pregonando la victoria como único fin. Todos estamos hoy llamados al triunfo: son indiferentes el ámbito y el precio. Injusto, banal, aleatorio, momentáneo, local…¡Qué más da! La consigna es morir por una foto en la prensa, un plano de cámara, un minuto de gloria en las redes, una ovación cerrada. Poco importan los cadáveres, mal menor del merecido laurel de los ganadores. Su misión es aplaudir, absortos, desde el grisáceo arcén. Justo castigo -indican- a quien no pudo alcanzar el esplendor, condición ontológica de la verdadera existencia.

Y sin embargo, se les escapa que la mayoría nunca llegará a la cita. Omiten, con obvia mala fe, que perdemos y fracasamos todo el tiempo y que el éxito, de surgir, lo hará muy de vez en cuando. Argumentaba Faulkner -un escritor que jamás consideró exitosas sus obras- que el fracaso es más importante que el éxito, porque el éxito se agota en sí mismo y dentro del fracaso está siempre latente la posibilidad de triunfar. El fracaso, añadía, está lleno de futuro y más allá del éxito sólo queda el vacío.

Contrasta la obsesión actual, casi una neurosis colectiva, con las juiciosas enseñanzas de los viejos maestros: no importa demasiado, señalaban, el resultado, ese éxito que no depende de nosotros sino de circunstancias y azares que no dominamos; lo realmente importante, concluían, es el intento, nuestra capacidad para reemprender sin desánimo la acción.

Preparar a los más, especialmente a los jóvenes, para encajar derrotas puntuales, asimilarlas y seguir incansablemente en la lucha es, me parece, una responsabilidad ineludible de quien educa. Desoyendo interesados cantos de sirena, enseñar a vivir es, sobre todo, enseñar a fracasar. Si no se quiere que la labor sea estéril, cuando no perniciosa, es necesario transmitir, con la voz y con el ejemplo, que ninguna oportunidad será la última, que cada frustración, en lo que tiene de experiencia, acerca a la sabiduría y que, al cabo, aciertos y errores en nada afectan a la bondad y grandeza del propósito.

"Inténtalo otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor", proponía Beckett como bálsamo en las caídas. Son lecciones simples; pero, bien aprendidas, aseguran a los sensatos una moderada felicidad.

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