Nunca es tarde para las reconciliaciones, aunque la mía con la música de Miguel Ríos hace ya años que es una realidad. Quién me lo iba a decir. O, más certeramente, quién se lo iba a decir a aquel adolescente que escuchaba en su tocata su Santa Lucía -aunque compuesta por Roque Narvaja- mientras le escribía a su amor de verano aquellas cartas de por qué lo llaman amor cuando quieren decir cursilidad pastelosa. En fin, a lo que iba. Quizás mi subconsciente algo freudiano entonces no era capaz de perdonarle al rockero granadino que abrazara los sonidos sintetizados de los 80 dejándose poseer musicalmente por una comercialidad que ha hecho que hayan envejecido mal algunos de sus trabajos de esa época de la laca y las hombreras. Yo, que hacía evangelio -creyéndomelo hasta hacerlo mi religión- eso de que los rockeros nunca mueren, no entendí ese golpe de tuerca profanador de un estilo, ese estilo que hizo, por ejemplo, que en el verano del 83 siguieran en todos los garitos estivales de mi pueblo, Belalcázar, recibiéndonos con su Bienvenidos y, después, con el resto de ese disco en directo que publicó en 1982 -Rock and Ríos-. Yo, que me consideraba uno de esos hijos del rock and roll a los que saludaban los aliados de la noche, nunca me sentí saturado de tanto Blues del autobús, de tanto Neón de color rosa, de ese Caballo llamado muerte, de ese Sueño Espacial, de ese Año 2000...

Pero como me ocurrió con aquel amor de verano del que llegué a saber todo de su vida y sin embargo no llegué a conocer ni un detalle de ella, tutto è finito. Fue llegar a la capital del Reino a estudiar Periodismo en plena Movida Madrileña, vivirla de lleno de concierto en concierto y darme cuenta de que ya no echaba de menos el Rock and Ríos. Empecé a pensar poseído por una especie de rebeldía infantiloide que Miguel Ríos era ya un viejo carroza. Incluso no supe valorar aquel programa -ojalá hubiera alguno así ahora- que presentaba en Televisión Española titulado Qué noche la de aquel año, toda una enciclopedia audiovisual de las últimas décadas del pop-rock español -desde los 60 a prácticamente los 90-. Llegué a blasfemar asegurando que sus interpretaciones de éxitos ajenos junto a los grupos o solistas que los popularizaron era algo así como cargarse esas canciones. Qué necio que se puede llegar a ser, pienso con el paso del tiempo, un paso del tiempo que acaba poniendo a cada cual en su sitio y que espero que siempre tenga a Miguel Ríos en lo más alto del rock de este país; él fue el pionero, quien mostró el camino a los que llegaron después. Lo malo es que, como a mí me ocurrió, en España somos muy dados a olvidar pronto a nuestras estrellas, estrellas como aquel con cuya música me reconcilié hace años, una música que lleva -en modo de mezcla de banda de rock y orquesta sinfónica- a Córdoba el próximo sábado 13 de julio. Da igual sus ya 75 tacos y que tenga la voz algo cascada, los viejos rockeros nunca mueren.

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