Una madre que tras el coronavirus es dependiente de las máquinas. Unos padres cuya vida se llevó la guadaña de manera sumamente cruel. Una abuela ingresada con varias afecciones tras una caída puñetera. Hay veces que la vida se pone a entonar sus melodías más tristes en la puerta de tu entorno. Y por más que la cierres y selles las ventanas, las notas melancólicas de las trompetas y los sones repetitivos de tambor que anuncian malas nuevas se te cuelan por las rendijas del alma. Y contra la mala música solo me ocurre un remedio: la buena.

Cuando se acumulan las malas noticias, nos queremos convencer de que el destino lo hace a propósito. Que se pone a compilarnos disgustos a discreción y nos manda una suerte de cobrador del frac, solo que cambiando la morosidad por la negatividad; el minador del frac. Es ahí, en ese momento en que menos vemos, cuando más hay que mirar. Porque la calle está llena de almas anónimas a las que se les caen de los bolsillos congas, maracas, mariachis y hasta musicales enteros. Gente que está tocando las teclas que levantan el ánimo, y muchas veces ni lo saben.

Gente que no te conoce y te saluda rebosante de educación y con la mejor de sus sonrisas, aunque la tape la mascarilla. Gente que cuando se acerca se topa con nuestro escudo de vecino rancio porque en el fondo nos da envidia cómo un lunes a las 7:30 se puede derrochar una vitalidad tan abrumadora. Gente que al llegar al trabajo te dice "buenos días", y lo hace como si lo gritara desde la cima del Everest y el eco se extendiera por el sistema nervioso de medio mundo, como si fuera un ejército de paracetamoles con la cara pintada a lo William Wallace. Gente que se desnuda de prejuicios, mal rollo y sus propios traumas para entrar por la puerta, hacerte reír y recordarte que esos buenos ratitos bien podrían ser la honda con la que David le tiró la piedra a Goliat. Y que, por cierto, sirven para combatir a esas otras que, lejos de desvestirse de sus problemas antes de hablar contigo, te los tiran encima y te conciben como el perchero de sus miserias (cuélgate mi eyaculación precoz de una oreja, lo de mi subida salarial que no llega te lo puedes poner en la nariz).

En general, somos más de Titanic que de músicos. La calle está repleta de ellos, pero muteamos esa melodía curativa y priorizamos el ruido. Los informativos nunca hablarán de ellos. Nunca serán virales ni estrellas de Tik Tok. Yo, devoto diario de sus canciones, les regalo hoy mi columna. A ti, que tienes las trompetas y tambores en el felpudo, te invito a buscarlos cuando salgas a la calle, cuando llegues a la oficina. Que la música cura el alma, pero al ánimo hay que darle buenas partituras. Y en la calle tocan los que buscan ablandar el corazón regalando el suyo.

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