El mundo de ayer
Rafael Castaño
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El jardín de los monos
Siempre se ha dicho que para sabio Salomón y, al parecer, fue este rey quién escribió el Eclesiastés o Libro del Predicador. Un libro del grupo de los libros Sapienciales del Antiguo Testamento que se encuentra entre los Proverbios y el Cantar de los Cantares. Pues bien, traigo este libro a colación porque es en él donde aparece por vez primera el adagio “nada nuevo bajo el sol”. Hablando en román paladino esta sentencia sería algo así como decir que la historia se repite o que todo tiene un precedente. Y puede que Salomón llevase toda la razón del mundo. Pueden cambiar las circunstancias, los medios, la tecnología y hasta el pensamiento, pero la esencia permanece. Pensar en ello me ha llevado a recordar hechos históricos acaecidos hace casi dos mil años que me parecen tener reflejo en nuestra sociedad actual.
Mi afición por la historia de Roma, especialmente por la época que se ha dado en llamar “Alto Imperio Romano”, me incitó a coleccionar monedas acuñadas por los emperadores de esa época. Como tenía que acotar temporalmente la colección, decidí que constaría de tres monedas por emperador, as o dupondio, sestercio y denario, esto es, dos de bronce y una de plata, desde Octavio Augusto (año 27 a.C.) hasta Cómodo (año 192 d.C.), último emperador de la Dinastía de los Antoninos. No quise incluir la siguiente dinastía, la de los Severos, porque me complicaba bastante la colección, dado que entre una y otra me quedaba un año curioso en el que ocurrieron hechos trascendentales para Roma; fue el año 193 d.C. conocido como “el año de los cinco emperadores”.
Comencemos dando un repaso a la situación del Imperio Romano tras el asesinato de Cómodo. El nefasto gobierno de este emperador que no atendía más que a sus caprichos llevó a algunos historiadores a considerar que con él comenzó la decadencia del Imperio. El historiador Dión Casio, escribió al respecto: “El reinado de Cómodo marcó la transición de un reino de oro y plata a uno de óxido y hierro”. Tal fue su reinado que el historiador coetáneo Mario Máximo (según se recoge en la Historia Augusta) escribió que el senado determinó: “Quítensele todos sus honores al enemigo de la patria, quítensele al parricida, que se le arrastre por el suelo. Que el enemigo de la patria, el parricida y el gladiador sea despedazado en el espoliario (recinto donde se desnudaba y despojaba de sus armas a los gladiadores muertos en la arena).” Al asesinato de Cómodo devino una guerra civil. Pero lo más importante es que los romanos, que ya habían visto estar al frente del Imperio a un incendiario que se paseaba por los teatros cantando con una lira, a un loco que nombraba senador a su caballo, o a un paranoico asesino como Domiciano, ahora se habían acostumbrado a ver como cosa normal a un emperador depravado e incestuoso luchando como gladiador en el circo.
El prefecto del pretorio Quinto Emilio Leto no perdió tiempo ante el asesinato del emperador y corrió a ofrecer el trono al senador Pertinax previo donativo a los soldados. Éste, rico y exitoso gobernante, aunque sin mucho interés, terminó aceptando. Cumplió con los pagos y promesas hechas por Cómodo e intentó poner orden en las esquilmadas finanzas del estado, muy mermadas por los derroches de aquél. Pero ese fue su problema. A ningún pueblo le ha gustado nunca aquello de apretarse el cinturón, de ahí que todo mal gobernante suela ser populista y le hable al pueblo solo de derechos y de cobrar sin currar. Nada nuevo bajo el sol.
Pertinax fue un buen emperador, serio y austero. Eso le perdió. El mismo que le aupó al trono, Q. Emilio Leto, incitó a los pretorianos a quitarse de en medio al “tacaño emperador”. Al pobre Pertinax no le dejaron ser pertinaz en el gobierno del Imperio, estuvo tan solo 2 meses y 25 días. Según Dión Casio, en la conjura participaron los dos aspirantes a sucederle: el senador Didio Juliano y Flavio Sulpiciano, su propio suegro. Ambos, para conseguir el solio imperial, ofrecieron dinero a los pretorianos, con lo que entraron en una subasta en la que salió ganando Didio que ofreció 30.000 sestercios a cada soldado, mientras que Flavio, más tacaño, ofreció tan solo 20.000. Hasta entonces, en la elección de algunos emperadores, habían intervenido los pretorianos o los soldados y había sido costumbre gratificarlos, pero era la primera vez que el trono se subastaba, creando así un precedente muy peligroso. Herodiano, un funcionario que escribió una Historia de Roma a principios del s. III d.C., escribió que “fue la primera vez que se corrompieron las costumbres de los soldados, que se habituaron a un insaciable y torpe deseo de riqueza, y perdieron todo respeto a la autoridad imperial”. Cambie, amigo lector, sestercios por votos y soldados por independentistas y va a ser verdad la sentencia de Salomón: Nihil novum sub sole.
Didio Juliano, nacido en Mediolanum (Milán), fue cuestor muy joven, edil, pretor, legado de África, general en Germania, un buen gobernador en Bélgica, venció a germanos y cattos, fue cónsul y gobernador de Dalmacia, o sea, que tenía un curriculum excelente para ser emperador, pero al difundirse entre la ciudadanía que los pretorianos subastaban el poder, el germen de la anarquía estaba arraigando. En Panonia Inferior las legiones se apresuraron a proclamar emperador a su legado Septimio Severo (año 193 d.C.). Las legiones de Siria hicieron lo mismo con su legado Pescenio Nigro. Severo se dirigió a Roma con sus legiones. Hubo senadores que lo declararon enemigo público, pero conforme se acercaba le fueron creciendo los adeptos. Por su parte, Didio Juliano, intentó detener su avance haciendo que los senadores, los sacerdotes y las vestales salieran a su encuentro con ramas de olivo para suplicarle paz. Además, el senado le ofreció compartir el trono con Didio, pero no aceptó pensando que era una treta para cargárselo. Al Juliano no se le ocurrió otra cosa para hacerle frente que armar a los gladiadores de Capua e intentar que Claudio Pompeyano se le uniera como co-emperador. Éste no aceptó y consiguió que todos se volvieran contra él. Lo asesinaron. Estuvo en el trono dos meses y cinco días.
L. Septimio Severo, tras untar a la tropa con 10.000 sestercios por soldado, se quedó como emperador, restituyó la memoria de Pertinax y se atrajo a Clodio Albino, gran soldado, gobernador de Britania. Severo, haciendo honor a su cognomen, fue un gobernante muy severo y logró poner cierto orden en el Imperio. Fundó la dinastía que lleva su nombre que reinó durante algo más de cuatro décadas. Tuvo dos hijos con Julia Domna, hija de un tal Basiano, sacerdote del Sol en Emesa. Los dos hijos llegaron a co-gobernar con él y el mayor, Caracalla, mandó matar al hermano menor, Geta, delante de su propia madre. Durante su mandato, S. Severo, aparte de la guerra civil que le llevó años fuera de Roma, mandó asesinar a todos los amigos de Didio Juliano, instaló cerca de Roma, en los montes Albanos, la legión Pártica, garantizó siete años de entrega de trigo a la población, amnistió las deudas de sus amigos y quedó fenomenal con los senadores porque les prometió no ir contra ellos sin un procedimiento legal. ¡Claro, como que la ley era él y los miembros de los tribunales sus adictos!
En Siria estaba Pescenio Nigro, un buen militar de mano dura y muy disciplinado, que había sido proclamado emperador por sus soldados. Severo marchó
contra él, lo derrotó, defenestró a toda su familia y confiscó todos sus bienes. En eso, mientras Septimio Severo pacificaba Oriente, Clodio Albino se proclamó Augusto. La misma historia, Severo marchó contra él. Albino que contaba con las legiones de Britania y tropas auxiliares de la Galia y de Hispania, se estableció en Lugdunum. De nada le sirvió tener las fuerzas bastante igualadas con las de Septimio Severo. Éste le venció, lo apresó y lo asesinó, a él y a todos sus familiares.
De la Dinastía Severa salieron magníficos ejemplares para la “Historia Universal de la Infamia”. La sociedad romana, para esa fecha, había perdido toda referencia ética y moral en sus dirigentes, todo les parecía normal, desde las atrocidades de Caracalla hasta las barbaridades y desviaciones de Heliogábalo. El pueblo romano tuvo que asistir con éste último, en palabras de Indro Montanelli a que: “Un día de primavera del 291 d.C., la Urbe vio llegar al más extraño de los Augustos: un muchacho vestido de seda colorada, con los labios pintados de carmín, las pestañas teñidas con henné, un collar de perlas, brazaletes de esmeraldas en muñecas y tobillos, y una corona de brillantes en la cabeza. Pero le aclamó lo mismo. Ya no la escandalizaba ninguna mascarada”. Nada nuevo bajo el sol. (Eclesiastes 1:10).
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