Nadie se libra de su herida de la infancia, ese mapa que esconde las coordenadas de nuestra adultez. España tampoco. Y esa polaridad que desde la Guerra Civil venimos repitiendo sistémicamente también se muestra en la Navidad. En un bando, los que la adoran; en el otro, el ejército de Grinches. Y otra vez enfrentados, aunque sea de manera más simbólica. También desde pequeños nos han adoctrinado sobre cómo vivir esta época, desde clichés de bondad y amor autoimpuestos y cánones metidos con calzador. Y ya se sabe cómo es la reacción en esos casos: o se sigue con disciplina marcial, o uno se rebela descaradamente.

No es lo mismo la Nochebuena en la mansión de Messi que en los Ángeles Malagueños de la Noche. No la experimenta igual quien acaba de recibir la alegría de que su padre ha salido del coma que quien perdió a un familiar días atrás. Y por más que el menú en las reuniones familiares suela ser igual de un año a otro, por más que la tradición de cada uno dicte vivirla en la misma casa, cada cual debe ir marcando sus paradigmas de ilusión en estos días. Que el anuncio lacrimógeno de turno, una película de Disney o los prototipos de perfección que escupe la televisión no te condicionen.

No hay que obligarse a fingir alegría si las circunstancias no la propician. Es inevitable acordarse de los que no están, aunque ello debe servir como resorte para vivir con más pasión la compañía de los que por suerte permanecen. ¿Qué pasa si uno no está en su mejor momento? ¿Qué pasa si la noche no es buena en Nochebuena? Nada. Como cualquier día del año, a veces nos sentimos mejor y otras peor. Una familia desunida hace mal creyendo que sus pecados quedarán convalidados en una cena de risas y buen rollo impostado. Igual que aquella de lazos fuertes se autoengañaría por creer que en Nochebuena no se puede discutir.

La Nochebuena, además, supone un test maravilloso de autoconocimiento. Ver la ilusión en los más pequeños con Papá Noel es un termómetro idóneo para cuestionarnos cuánto y dónde queda la nuestra con los deseos más inocentes y puros. Aguantar al cuñado pesado debe valernos para mirar nuestro interior y preguntarnos en qué somos inaguantables nosotros o por qué el juicio con él es más inquisitivo que con nuestros mismos defectos. Aquellos a quienes les sobra un comensal en la mesa deberían plantearse si su noción de unidad familiar no detecta en realidad un problema de asociación social o un interés egoísta.

Cada cual que la viva como quiera. Yo odio la Navidad como maquillaje y me entrego a ella como conectora con el niño interior. Y sabiendo que esa magia es válida el 24 de diciembre, el 28 de junio o el 5 de septiembre.

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