La ciudad y los días
Carlos Colón
Nacimientos y ayatolás laicistas
CUANDO el iceberg asomó a proa, majestuoso y obsceno como las torres de Manhattan, algunos corrieron a por su selfie. Los más espabilados, previendo el estropicio, se apresuraron a guardar cachitos de hielo para venderlos como suvenires en eBay. Incluso hubo quien prohibió a los bebés la entrada en las lanchas salvavidas asegurando haber reservado plaza de camarote silencioso. Los músicos y la tercera clase, como siempre, siguieron a lo suyo, que es morirse con cierta naturalidad.
Con Juan Gómez El Kanka uno tiene la sensación de que al final de la película acabará salvándose del naufragio subido a la funda de la guitarra y de que todo es cuestión de perspectiva: allí donde la mayoría del pasaje sólo encuentra razones para la hipotermia, él ve los cubitos para el cubata.
Después de Lo mal que estoy y lo poco que me quejo y El día de suerte de Juan Gómez, El Kanka publica ahora su tercer disco. Hágase un favor y dedíquele un rato a este De pana y rubí: no sabe lo que va a ahorrarse en psicólogos y en mala baba. Ya con la primera escucha se dará cuenta de que el muchacho está empeñado en quitarle el almidón y la naftalina a la poesía, sacarla de los salones respetables y ponerla a bailar en mitad de la calle, donde todos puedan soltarle un piropo y levantarle la falda ("cuando el destino llamó a tu puerta, tenías puestos los auriculares": díganme si no les entran ganas de revolear el iphone y marcarse un dominó con los abuelos del barrio).
Pero no se lleve a engaño por lo que acabo de contarle: de naíf, El Kanka no tiene un pelo. Simplemente, hace lo posible porque los simulacros de emergencia le pillen tomando el sol en cubierta, sabedor de que de poco valdrán chalecos y probaturas cuando el barco se vaya al garete. Y aunque, como todos, se acojona al sentir el aliento del dragón en la nuca, ha decidido echarle huevos a la bestia y ver qué pasa. Y no pasa nada.
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