Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
MÁS de cuatro mil padres y/o madres acudieron el año pasado a los tribunales para denunciar las agresiones que sufrieron a manos de sus hijos. Exactamente 4.200, un 56% más que los denunciantes de 2007. El dato, sobre el que ha llamado la atención la Fiscalía General del Estado, no es relevante desde el punto de vista cuantitativo, pero sí muy preocupante por la tendencia que sugiere. Al igual que ha ocurrido con las agresiones a profesores, lo que comenzó siendo una serie de episodios aislados se está convirtiendo en un fenómeno social de inusitada gravedad. Porque es enormemente grave que los hábitos de conducta violenta en la calle o las aulas se trasladen al interior de los hogares y tengan como víctimas a los propios padres de los agresores. Como es habitual en estos brotes de predelincuencia adolescente, que afectan a todas las clases sociales, sus raíces no son unilaterales ni sus responsabilidades corresponden a un solo agente social. Los padres, el sistema educativo y el código de valores predominantes en la sociedad parecen haberse coaligado para generar una banalización de estos actos reprobables, que sin duda exceden en número a los denunciados que recoge la Memoria del fiscal general. Hace falta que los padres no sean tan permisivos con sus niños desde pequeños para arrepentirse demasiado tarde, que la escuela cumpla su función socializadora sobre la base del respeto a la autoridad del maestro y la tolerancia entre todos y que la sociedad entera promueva un rearme ético y cívico que inculque valores opuestos a los que defienden o encarnan los falsos héroes encumbrados por los grandes medios de comunicación de masas. No se trata, en definitiva, de problemas anecdóticos que el tiempo pueda solucionar por sí solo, y cuanto más tardemos en reaccionar más se agravarán. Una sociedad sana no puede consentir que las pautas de conducta marcadas por la violencia y el individualismo feroz se consagren como normales, y menos aún que se generalicen en el seno mismo de la familia. No podemos pasar de la dictadura de los padres a la dictadura de los hijos.
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