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Hoy, dentro de esa cuota de responsabilidad pública que uno siente cuando le dan una tribuna que leen otras personas, me gustaría compartir una experiencia personal con la que el 99,9% de los lectores conectarán: el perdón. Todos tenemos una herida que sanar. Una persona con la que el orgullo nos nubla. Alguien que nos hizo mal en el pasado. Un amor que nos traicionó o no nos supo querer. Un compañero de trabajo que se equivocó y nos fastidió. Incluso una afrenta de la vida, que nos arrebató algo o alguien que deseábamos mucho. Cuestiones que son un Everest a la hora de que lo perdonemos. Pero se puede. Y se debe. Yo lo hice recientemente y es una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida.
Perdoné a una persona que tendría que haberme dado mucho más de lo que me ofreció. De la que necesité su ayuda, su consejo, su guía. Y ello tuvo un peaje importante en mi desarrollo emocional. Creo que nunca llegué a odiarla, pero hizo anidar en mí rabia, resentimiento, ira, incomprensión, soledad. Era su misión protegerme y no lo hizo. Aun así, necesitaba estar en paz con ella. Quería perdonarla, pero no podía. Hasta que un día me propuse hacerlo, porque ya era incapaz de almacenar tanta emoción negativa. Me empecé a concienciar, pero hizo falta lo mejor de mí (y de quienes me ayudaron a dar el paso) para conseguirlo. Y de pronto, un día, lo hice. "Te perdono". El resultado fue instantáneo. Como quitar un tapón de agua estancada que en cuestión de segundos desapareció por el sumidero de manera natural. Tan fácil fue que me sentí estúpido por haber tardado tanto en hacerlo. Mi mochila dejó de pesar. Y he ahí una de los dos grandes pilares del perdón: la liberación.
Aparte de aliviar las patologías diagnosticadas por los profesionales de la salud mental (dolor, estrés, enfado, incluso achaques físicos), perdonar suponer demoler un tabique que no nos dejaba avanzar. Porque implica empatía para entender las circunstancias que llevaron a esa persona a herirte; humildad para asumir que del mismo modo heriste tú a alguien; comprensión para dar a los demás un derecho al fallo que luego también querrás para ti. Y no, perdonar no es olvidar, pero sí asumir que aquel fallo ya no tiene remedio ni lo puedes cambiar, y te permite elegir qué hacer con esas emociones. Y bajo mi reciente experiencia, solo encuentro cosas positivas: me siento más libre, una mejor versión de mí. Es un gustazo ver lo que te queda dentro cuando a la palabra resentimiento le quitas las dos primeras letras.
Y ahí irrumpe el otro gran factor: la fortaleza. No es más débil quien perdona. Al contrario, hacen falta unas ingentes dosis de valentía y firmeza para ello. Pasar por encima del orgullo, el rencor o la ira no es una tarea que pueda lograr cualquiera. Pero quien lo hace conecta con una evolución de su ser que en el futuro solo podrá traerle consecuencias positivas. Y cuando desaparece ese odio, ese hueco vacío lo ocupa el amor. Y una decisión tomada desde el amor siempre será más sana que desde el odio. Además, tiene sentido bidireccional, es contagiosa.
Cualquier relación (familiar, de pareja, amistosa, profesional) está condenada a algo tan humano como el error. Que tengamos la capacidad para perdonar no es sino darle más valor a dicha relación. Y doy fe de todo ello como nunca lo había hecho, y ahora sé que en el futuro sabré manejar mucho mejor la situación, sea yo el que tenga que condonar o el que tenga que ser condonado. Porque otra de las maravillosas consecuencias de perdonar a alguien es que empiezas a perdonarte a ti mismo también tus asuntos pendientes, aquella cagada que cometiste. Y puede que perdonar no te devuelva lo que necesitabas ni te quite la tristeza que sientes, pero te riega de una paz que antes no querías ver. Y que estaba al alcance de solo dos palabras: "Te perdono".
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