Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Qué bostezo
En este país de resignaciones, donde los ministros aparecen en TikTok antes que en el Congreso y los delincuentes se graban mientras huyen, parece que solo nos queda el Rey. Felipe VI, con su compostura británica y paciencia de santo laico, se ha convertido en el último símbolo de una institucionalidad que sobrevive a trompicones entre la desvergüenza política y la frivolidad mediática. Es irónico: mientras el Gobierno presume de modernidad republicana, el único que aún representa algo parecido a un sentido de Estado es el monarca.
No se trata de monarquismo, sino de decencia. En Málaga, en Granada o en Lugo, los ciudadanos trabajan, pagan y aguantan. Pero cada día reciben una dosis más de cinismo institucional: los socios de gobierno que insultan al país desde la tribuna, las concesiones a quienes desprecian la Constitución, los indultos disfrazados de diálogo. En medio de esa mascarada, el Rey calla, modera y cumple. No es mucho, pero es más de lo que hacen los demás. Mientras tanto, los partidos se comportan como si España fuera su cortijo. La derecha se devora a sí misma en luchas internas y la izquierda se ha transformado en una asamblea de oportunistas que confunden justicia social con propaganda de Twitter. Y en los márgenes, los nacionalismos de saldo siguen cobrando peaje por cada presupuesto. Todo esto, claro, con la bendición de un Gobierno que se empeña en que traguemos con la idea de que la ley depende del relato.
Quizá por eso el pueblo mira al Rey con una mezcla de respeto y resignación. No porque espere milagros, sino porque al menos no insulta su inteligencia. Felipe VI no gobierna, pero al menos representa. Y eso, en tiempos donde casi nadie representa nada, es un milagro democrático. No sé si la monarquía resistirá otra década, pero sí sé que, si cae, no será por culpa del Rey, sino por una clase política que lleva años demoliendo los cimientos morales del país. Mientras tanto, él sigue ahí, recibiendo improperios con una sonrisa educada, como si supiera que su silencio vale más que todos los discursos de quienes lo quieren ver desaparecer. Y quizá tenga razón: cuando todo lo demás se ha desmoronado, la dignidad es la última forma de resistencia. Y tal vez ahí radica la paradoja de esta España cansada: que quienes más presumen de democracia son los que menos creen en sus reglas, y quienes más atacan a la Corona son incapaces de ofrecer una alternativa mínimamente seria.
También te puede interesar
Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Qué bostezo
¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Un nuevo héroe nacional (quizás a su pesar)
La Rayuela
Lola Quero
Lo parasocial
Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Pablo y Pedro
Lo último