Cuando se marchó, aquí le despedí con sincero agradecimiento. Más allá de errores obvios, muchos de los cuales aún no han sido digeridos por el estómago del PP, su labor presentaba, a mi juicio, un saldo positivo. La unificación de las derechas españolas, a las que encaminó por una senda decididamente democrática, así como su incondicional apuesta por una España moderna, acomodada y liberal, autorizaban el ganado elogio.

Pero ni tan siquiera él, que presume de perpetua lealtad, ha sabido esquivar la maldición que persigue a nuestros expresidentes: ninguno -quizá con la lógica excepción de Calvo-Sotelo- aceptó de buen grado el fin natural e inexorable de su tiempo. Es cierto que las normas no ayudan: no hemos encontrado para ellos una función razonable, un papel institucional que les permita seguir considerándose útiles y les aleje de la permanente tentación de incordiar.

Eso, incordiar, es lo que viene haciendo Aznar desde que cedió el testigo a quien libérrimamente quiso. No es, por supuesto, que le esté vedado opinar. Faltaría más. Es que le engloria el hacerlo con público y focos, cargando siempre la suerte del desplante, dejando claro en todo instante que el invento le pertenece y que sólo él custodia el frasco de las esencias. Su renuncia a la presidencia honorífica del PP acentúa, pero no varía, una deriva de años: acaso molesto con la frialdad de los propios, seguramente incómodo en el pragmatismo al que obligan los nuevos números, don José María desea incrementar su presencia en el debate político, desembarazarse de ligaduras orgánicas y reivindicar un liderazgo moral que considera vigente, imprescindible e intacto.

Incurre tal propósito, creo, en un inmenso error de cálculo. El calendario no perdona. El que fue ya no será. Ni sus viejas soluciones son aplicables a los problemas de ahora, ni el paréntesis borra máculas -Gürtel, aquella estúpida guerra, sus concesiones a los nacionalistas- que todavía perviven en el recuerdo. Mejor dejarlo estar.

Hay quien especula con su oculta intención de formar partido. Lamento privar del alegrón a las izquierdas: eso jamás ocurrirá. Aznar puede pecar de una insuperable soberbia, pero tonto no es. Ni tiene los apoyos suficientes, ni se ve gestionando minorías, ni, al cabo, persigue otro objetivo que el de agrandar su pedestal de prohombre cuya memoria debería enaltecer la Historia. Cuestión, más que de política, de una inmoderada y senil vanidad.

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