calle larios

Pablo Bujalance

Un siglo a bordo del 'Conde Wifredo'

Un visado de 1920 guardado en un cajón revela la existencia de una Málaga que servía de puerta al otro lado del mundo El mundo es un 'perpetuum mobile', y la vida sólo puede ser nómada

13 de septiembre 2013 - 01:00

Aveces basta abrir un cajón para que uno se líe, como Günter Grass, a pelar la cebolla. Lo que salió en esta ocasión fue el pasaporte de Andrés Soler Fernández, un tío abuelo de Manuela. Y, entre la documentación, un visado, con fecha del 16 de noviembre de 1920, que daba cuenta del viaje que emprendió el susodicho por aquel entonces hacia Cuba, con salida desde Málaga, a bordo del vapor Conde Wifredo. Entre los datos aparece consignado el precio del billete: 571 pesetas (la primera cifra no se distingue ya muy bien, pero ésta es la opción más probable). Aquel veratense había llegado aquí desde Almería dispuesto a buscarse la vida al otro lado del mundo, tal y como ya habían hecho algunos paisanos, tal y como hicieron después otros (entre ellos el mismo abuelo de Manuela, que ejerció de albañil en Camagüey). El Conde Wifredo, un vapor a hélice con casco de acero, fue construido en los astilleros de J. L. Thompson & Sons en Sunderland (Inglaterra) para la Compañía Ybarra de Barcelona, y fue botado el 17 de noviembre de 1888. Con 108 metros de eslora, disponía de una capacidad de carga máxima de 5.500 toneladas. Posteriormente lo adquirió la casa gaditana Pinillos, con la que emprendió una época de grandes viajes transatlánticos desde España hasta EEUU, Puerto Rico y Cuba. La duración de estos trayectos era a menudo imprevisible además de agónica, pero resulta representativo el dato de que la nave cubría la distancia entre Cádiz y Barcelona en 24 horas. En cuanto al número de pasajeros que admitía, los registros apuntan cifras de entre 60 y 120 en distintos viajes. Como apunte anecdótico, cabe reseñar que en mayo de 1923 le fueron incautadas al carguero tres cajas llenitas de opio y embaladas y declaradas en la Aduana como de pimentón. Tras varios años de poderío naval y servicio marítimo, el Conde Wifredo, bautizado así en honor del godo Wifredo El Velloso (héroe de la independencia de los candados catalanes, mire usted por dónde, tras la fragmentación de los Imperios Carolingios, y que como tal tuvo sus ofrendas florales en la Diada del miércoles), sufrió su desguace en enero de 1926. Al recabar estos datos, y amparado por el frágil papel del visado, tan perjudicado después de un siglo y sin embargo embriagado de resistencia, uno no puede más que imaginar las emociones de aquellos hombres y mujeres que decidían jugárselo todo a aquella carta, meterse en un barco durante varios días sin conexión alguna con el resto de la civilización, atravesar la inmensidad de un océano de cuyas dimensiones apenas podían hacerse los argonautas alguna idea mediante cartografías, y confiar en que aquella otra esquina del planeta, tan lejana, no fuese demasiado distinta de sus casas. Hoy todos sabemos cómo son La Habana, Nueva York, San José y Nueva Orleáns. Para eso está Españoles por el mundo. Pero entonces, cualquier sitio que no hubiera uno visto con sus ojos, y más con tanta distancia de por medio, formaba parte del más absoluto enigma. Y a ese enigma decidían aquellos nómadas entregar su futuro.

El siglo XX redujo admirablemente estas distancias e hizo de la movilidad moneda de cambio. Pero ya en la Edad Media podía viajar un caballero de Venecia a Amberes en un solo día, a costa de matar al caballo. La vida es siempre una cuestión errante, y Málaga, en virtud de su puerto, su localización geográfica y su condición de bisagra entre dos mares, ha sido un testigo de excepción de que lo que mueve al mundo es, sorpresa, el coraje de quienes se mueven sin esperar a ser movidos. ¿Cuántos como Andrés Soler Fernández llegaron hasta esta orilla para poner todo un Atlántico entre ellos y los suyos? ¿Qué había en sus miradas, dónde posaron sus pupilas mientras partían, qué porción de tierra fue la última que pisaron antes de que el sol y el salitre quemaran sus pieles, inseguros respecto a una posible vuelta? ¿Y qué fue de todos ellos? ¿Qué memoria queda de ese adiós gris, sin despedida y sin pañuelos blancos, entre las tiendas y terrazas del Muelle Uno y los ciclistas que campan por el Palmeral de las Sorpresas? Ninguna: sólo el olvido. Sólo el sueño.

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