La ciudad y los días
Carlos Colón
Suspiros de Sánchez
Han pasado cincuenta años desde que el régimen anunció por televisión la muerte de Franco, pero viendo a la dirección del PSOE cualquiera diría que lo tienen de becario en Ferraz, listo para salir del congelador cada vez que vienen mal dadas. Cuando la inflación aprieta, la sanidad hace agua o el paro juvenil asfixia a España, siempre aparece el mismo truco: se agita el “francomodín” y asunto resuelto, la culpa es del dictador, que debe de estar agotado de gobernar desde la tumba.
En toda España lo estamos viendo con claridad. Se habla mucho de memoria, pero muy poco de alquileres imposibles, de jóvenes que encadenan becas mal pagadas, de familias que no llegan a fin de mes o de la precariedad en los servicios esenciales. Todo eso obliga a dar explicaciones, asumir errores y enfrentarse a intereses creados. Es más cómodo agitar al fantasma de Franco, organizar un par de actos solemnes y convertir a cualquiera que discrepe en sospechoso oficial de reaccionario. El problema no es recordar la dictadura, sino vivir políticamente de ella medio siglo después. Franco se ha convertido en una cortina de humo perfecta para tapar la falta de proyecto, la improvisación y la incapacidad para gestionar un país que presume de récords turísticos y macrodatos, pero oculta salarios mediocres, desigualdad creciente y una generación entera atrapada entre la precariedad y la hipoteca imposible. Mientras se discute si hay que quitar una placa, cambiar un nombre de calle o abrir otro debate simbólico, la ciudadanía sigue soportando impuestos altos, servicios saturados y proyectos reformistas que nunca llegan.
Esta resurrección permanente tiene además un efecto perverso: banaliza el franquismo. Si todo es franquista —un periodista incómodo, una sentencia judicial, una protesta vecinal, una crítica en redes— al final nada lo es. Y quienes realmente se jugaron la libertad contra la dictadura quedan reducidos a atrezo de campaña, utilizados a conveniencia por dirigentes que jamás han pisado una comisaría por defender sus ideas.
Cincuenta años después, lo verdaderamente democrático sería dejar de gobernar mirando al NO-DO y empezar a hacerlo mirando a la realidad material de España. Menos francomodín y más responsabilidad. Menos épica retro y más rendición de cuentas. Porque Franco, por mucho que lo revivan en los discursos, está muerto; lo que sigue muy vivo es el miedo de algunos a que la ciudadanía, de una vez, les exija resultados aquí y ahora.
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