Mitologías Ciudadanas

fABIO rIVAS

¡Qué solos se quedan los viejos!

Hicimos un contrato social; implícito, pero contrato al fin y al cabo, tal como correspondía al orden nuevo que estábamos viviendo: Trabajar y producir, seguir progresando a costa de casi todo; había que divertirse -la vida es breve y se vive una sola vez. "Tengo derecho a disfrutar de la vida"-, y cada uno -todos- izamos bien alta la bandera de ese derecho. ¿Y los ancianos? Bueno, resultaba difícil ubicar a los ancianos en ese contrato. No tienen la gracia de los niños, ni su capacidad para embrujarnos, ni para suscitar en nosotros empatía, compasión; son torpes y escasamente productivos; costoso resulta su mantenimiento, tanto si viven solos, como en las carísimas residencias de la tercera edad. Ese fue el contrato social que hicimos mientras duró la fiesta.

Es cierto que la fiesta, de vez en cuando, se fastidiaba un poco. Una crisis por aquí, una crisis por allá… Y cuando eso sucedía, los viejos no parecían ser ni tan costosos (¿Cuántas familias no se han sostenido en tiempos de crisis gracias a la eficiente gestión económica de las pensiones de los viejos?), ni tan inútiles (cuidaban a los nietos, se encargaban de la casa…). ¡Cosas de las crisis pasajeras, que para eso están los viejos! Y en estas llegó el covid-19, con un coste en sufrimientos, en vidas humanas, en dinero, en calidad de vida, en el disfrute de las libertades civiles, sin parangón hasta ahora, por lo menos para nosotros y nuestros hijos -dos generaciones que hemos vivido con unos niveles de calidad impensable (no sé si irrepetibles. Por cierto: gracias al sacrificio y a la entrega de los que hoy engrosan la larga fila de los "viejos")-. Y la zarpa de fiera del covid-19 se está cebando especialmente con los "viejos" (sobretodo, los agrupados en residencias). Algunas noticias al respecto son tan desgarradoras que pensamos que eran fake news. Pero resulta que no, que hay residencias -no todas, ni muchísimo menos- en las que los ancianos han caído a decenas; en las que se les ha abandonado muertos y atados a sus camas; que ancianos a los que se les trasladaba desde la residencia en la que vivían -por un problema muy serio de contagio y de muerte, en la misma- a una residencia de tiempo libre, eran recibidos por unos 50 energúmenos adultos a pedradas y al grito de "¡Desgraciados!"; que hay "ciudadanos", incluso responsables políticos, que opinan con la voz meliflua que usan los que uno no sabe si son más descerebrados que malos, o viceversa, que "sobran viejos", y que no podemos anteponer el cuidado y la protección de los viejos, a la razón económica y al radiante porvenir que aún aguarda a los jóvenes; "que el coronavirus es un aviso de la naturaleza de que puede ser que estemos llenando la tierra de muchas personas mayores y no de jóvenes", como si los ancianos fueran un lastre natural, frente al desarrollo, el bienestar y el progreso.

Pero lo más triste, me temo, vendrá cuando pase la pandemia, que pasará; cuando transitemos sobrecogidos el campo de batalla; cuando nos toque llorar a los muertos y apretarnos el cinturón de la antigua bonanza; cuando hinchemos nuestras almas de buenos propósitos, de deseos de arreglar los renglones torcidos de la economía y de la historia -tal como nos prometimos hacer en la última gran crisis económica-. Cuando pase el tiempo de los loables propósitos, e incluso apenas nos acordemos de ellos, lo más triste será comprobar otra vez lo solo que se quedan los viejos. Sí, ¡Dios mío -parafraseando la rima de Bécquer-, qué solos se quedan los viejos!

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