El jueves me quité una muela de juicio. Y descubrí que el pirata Davy Jones había vivido en mi encía, pero esa no es la historia que vengo a contar. La cuestión es el pensamiento que me sobrevino al leer que, entre las posibles secuelas de la intervención, se encontraba la muerte. Sí, hacen falta siete eclipses lunares y que Abascal e Iglesias se pongan de acuerdo para llegar a ese extremo, pero la posibilidad, aunque mínima, existe. Y mi mente, decía, no me pudo poner en el escaparate otra idea más absurda: si me muero, no podré leer los dos libros que faltan de la saga de Canción de Hielo y Fuego.

El segundo no lo mejoró: me ocurrirá lo mismo con la inconclusa trilogía de Crónica del Asesino de Reyes, de Patrick Rothfuss. Mi subconsciente, donde anida el objetivo de completar mi año con más libros leídos (van 12 en 16 semanas), tomó el mando. Pero yo, cual si fuera Dom Cobb en Origen, quise bajar varios niveles más de profundidad para hallar la raíz de esas evocaciones. Y la encontré. Amén de los libros, esos dos pensamientos tienen algo en común: la pérdida de tiempo, y en su doble acepción de desperdicio y de que no es reversible.

Así que de vuelta a casa, mi pensamiento andaba en varios frentes (partí mi alar, como entenderán los que conozcan la saga de Rothfuss): informar a la familia de la surrealista intervención que tuve, esquivar los charcos y esa lluvia que usa al viento para burlarse de tu paraguas, buscar una farmacia de guardia en el móvil… y, en el último nivel, entender que el diablo ha cambiado el tridente por un reloj.

Ya no le vendemos el alma al diablo, sino nuestro tiempo. Tenemos una fuga diaria en el depósito del tiempo. En los minutos empleados en redes sociales. Cloc. En los que regalamos en tareas absurdas. Cloc. En esos ratos de sofá que intentamos maquillar como descanso cuando en realidad son hijos de la pereza. Cloc, cloc. Gota a gota, la vida que no vuelve va dejando surco. Cuántos libros más podríamos haber leído, cuántos tachones más habría en nuestra libreta de sueños.

Quizá haya que cambiar los Compro oro por Compro tiempo. Quizá el 666 sea el número del demonio porque fueron los días netos que él desperdició en vida. Quizá el infierno no sea una caldera de fuego ni convertirte en un juguete para las torturas de los sátiros. Quizá cuando nos muramos nos despertemos en una sala de cine en la que estemos solos. Y la película que se proyecte sea la de todo aquello que dejamos de hacer o no emprendimos porque creímos que encarcelar el tiempo en un reloj o inmortalizarnos en cientos de fotos era atrapar el tiempo. Y entonces entendamos de verdad el infierno. O igual tengo que mirar si en Glovo está disponible la anestesia que me pusieron en el dentista para llenar la nevera porque, además de la muela, perdí el juicio.

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