No es una cuestión de pinchazos, burundanga o manadas. Eso son solo los camuflajes que elige periódicamente el machismo para perpetrar su tiranía. El mal verdadero va bajo esos trajes. Y toda manifestación es poca. Toda denuncia en las redes sociales y reuniones es poca. Toda correa de transmisión de madres a hijos para que las siguientes generaciones traigan más sentido común y concordia es poca. Pero el cambio auténtico, el motor que echo de menos, es que los hombres nos signifiquemos más. Que sean los stories de Cristiano Ronaldo, Leiva o Ibai Llanos los que amplifiquen que nosotros, como grandes culpables y beneficiados por el machismo, somos el motor del cambio. Que la última vileza por violencia doméstica sea afeada primero por otros hombres. Ha llegado el momento de dar un paso más.
Nunca he entendido el feminismo si no es mediante la sinergia entre hombres y mujeres. Desde la corrección de micromachismos cuando un camarero le pone el refresco a ella y la cerveza a él (sin haber preguntado qué era para cada cual) hasta la participación activa masculina en manifestaciones y asociaciones profeministas. No caben el absurdo miedo del hombre a ser menos hombre por implicarse en ello ni esas mujeres reacias a su integración por pensar que esta es una tarea exclusivamente femenina. Pero somos nosotros los llamados a conseguir que ese paso al frente sea uno de gigante. Y ni siquiera es necesario presidir un grupo que promueva la igualdad de derecho entre géneros; reversionando a Niel Armstrong: hablamos de un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la mujer.
Podemos afear al amigo que comparte un vídeo porno vejatorio en un grupo de WhatsApp. Podemos convencer a esas personas retrógradas que aún entienden que la palabra feminismo significa supremacía de la mujer, y no igualdad entre ambos sexos. Podemos abandonar esa práctica de la bromita sexista en las reuniones de chicos, y sobre todo dejar de pensar que por hacerla o reírnos somos más hombres. Mejor aún: podemos regañar a quien las hace y ponerlo en vergüenza ante los demás con argumentos, para que no lo vuelva a hacer. Podemos hacer y decir tanto… Es más: podemos dejar de decir podemos y escribir debemos.
Debemos dejar de entender que machismo no es una violación, una agresión doméstica o un sueldo inferior para una compañera con el mismo rango laboral; el machismo es toda actitud diaria que acaba desembocando en esa bola de nieve, en esa punta de iceberg. Debemos entender que el feminismo no ha de ser reactivo, sino una actitud diaria. Debemos dejar de tener miedo a que un día le pueda pasar a nuestras hijas y sembrar desde pequeños en los niños una conciencia de respeto y trato justo a la mujer para prevenirlo. Debemos dejar de poner sexo y colores a los juguetes. Debemos dejar de cosificar a la mujer en el porno y en las fotos. Debemos dejar de considerar la masturbación o el sexo patrimonio de lo masculino. Debemos protestar porque en anuncios de televisión, portadas y marquesinas el número de hombres y mujeres en ropa interior o de baño sea paritario. Debemos dejar de ser cómplices y denunciar todos los casos en los que sospechemos que alguien cercano ha obrado con actitudes de acoso o exceso. Debemos señalar en público a quien traspase cualquier línea de respeto. Debemos buscar referentes o profesionales que nos enseñen a mejorar nuestro lenguaje inclusivo. Debemos abrir los ojos y darnos cuenta de que no merecemos derechos adquiridos heredados de sistemas políticos, religiosos o sociales dignos del Medievo, y sí luchar por abolirlos. Debemos combatir todo eso y más que no cabe en esta columna por falta de espacio, no de ganas de escribirlo y denunciarlo.
Y para todo ello solo hace falta una cosa: hombría (debemos exigir que la RAE incorpore la palabra mujería con la misma acepción). Que el hombre demuestre hambre de ayudar arrimando el hombro en la lucha de la hembra. Porque no es su lucha, es de todos. Y nos toca a nosotros implicarnos de lleno en ella.
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