La transformación

15 de agosto 2012 - 01:00

UNA mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto..." Así comienza el sobrecogedor relato de La metamorfosis (Die Verwandlung , La transformación, en su título original en alemán), que escribió en 1912, el controvertido autor checo Franz Kafka.

El argumento de esta inquietante obra literaria, el conservadurismo extremo del entorno social en el que se mueven sus personajes y el propio conflicto existencial de su atormentado protagonista, Gregorio Samsa, nos serían hoy muy familiares.

Gregorio Samsa podría muy bien llamarse, Gregorio X, vivir en Málaga, u otra ciudad de la Europa meridional; estar en el paro, con un trabajo precario, sometido a la presión y a la amenaza del despido o simplemente estar hasta las narices de tanta mentira enlatada y exportable.

En estos tiempos de fábula económica y social. En una sociedad enferma y anómica, que se alimenta diariamente de eufemismos y de mensajes ambiguos que hacen incomprensible hasta la propia realidad. La mayoría de los individuos que la integran, quedan ahora aislados e incomprendidos ante una maquinaria institucional abrumadora; y las neuronas que conforman sus cerebros, donde habitan las enzimas que generan momentos de euforia, en el instante más lucido del día, como es su despertar, se extinguen por desanimo.

Hoy tenemos miedo a casi todo. Temor incluso a despertarnos y vernos convertidos en monstruos de cien patas. Nos estamos transformando en seres apáticos, egoístas, ansiosos, tristes, inmóviles, imprósperos, hetereoagresivos, solitarios, desconfiados y cardíacamente incoherentes.

Cuando, día tras día, desfilan ante nuestros ojos la miseria de muchas familias, la desesperanza de muchos jóvenes y de otros tantos ancianos, víctimas del olvido y de la injusticia de un sistema. Podríamos tener la tentación de exigir a la naturaleza que nos convierta, sin hadas madrinas intermediarias, sin malditos karmas inquisidores, en vulgares insectos invisibles y autónomos, y desaparecer, -como por arte de magia-, del mapa social y de la geografía de nuestro propio cuerpo.

Todas las conquistas del ser humano, hayan sido éstas científicas o sociales, han estado precedidas por intensos momentos de reflexión, estudio, riesgo, lucha, incredulidad, escepticismo, pero al final en casi todas estas epopeyas humanas ha triunfado la razón. Pero cuando estas conquistas son sustituidas por la picaresca; la especulación campa a sus anchas y se distingue por méritos al infractor. Cuando nuestras libertades son recortadas por el capricho de los illuminati de turno y el ser humano se transforma en un número par, en una cuenta corriente y otra de Twitter. Cuando encontrar un trabajo es una quimera. Cuando una élite invisible nos transforma en competidores desleales, adictos al trilerismo social e insolidarios; entonces llega inevitablemente la quiebra social, la violencia y el suicidio altruista. La historia de la humanidad, lamentablemente, está llena de estos tristes episodios.

Dicen los consejeros filosóficos que la felicidad es la antítesis del miedo. Que la esperanza y la fe son dones que nos vienen de un cielo protector que tenemos cada uno y que no tiene por qué ser el mismo para todos. Entonces, por qué no empezamos a no tener miedo y a despertar cada mañana con nuevas ideas y con la esperanza de que todo va a cambiar muy pronto, antes de que nos convirtamos por iniciativa propia o por voluntad de una minoría silenciosa, en un desagradable e insignificante insecto (con perdón de la naturaleza). Como le ocurrió al protagonista del relato de Kafka, al que he querido hacer este pequeño homenaje, con ocasión de la efeméride, por sus cien años de existencia.

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