Reflejos de Málaga
Jorge López Martínez
¡Que viene el ‘loVox’!
Donald Trump ha vuelto a subirse a la tribuna de la ONU y, con todo el desparpajo del mundo, ha hecho lo que tantos otros no se atreven: cantar las verdades del barquero delante de esa asamblea de burócratas, dictadores y progresía bienpensante que se disfrazan de salvadores de la humanidad. Donde otros se esconden detrás de discursos huecos sobre “solidaridad internacional” y “transiciones sostenibles”, Trump se planta y llama a las cosas por su nombre. Y claro, eso molesta. Molesta a toda la izquierda global, molesta a quienes prefieren un teatro diplomático donde nunca pasa nada.
Su intervención no fue diplomática, ni lo pretendía. Fue directa, áspera y sin complejos. Y es precisamente ahí donde está la diferencia. Porque mientras Europa sigue entretenida en sus delirios climáticos y sus cuotas de inmigración, y mientras Naciones Unidas se convierte en un escaparate de ONGs subvencionadas que justifican a regímenes infames, Trump recordó que la política internacional va de defender intereses, no de fabricar discursos vacíos. Y eso, aunque suene rudo, es lo que la mayoría silenciosa quiere escuchar.
La frescura de Trump no es un defecto, es su mayor virtud. Representa el hartazgo de millones de ciudadanos que están cansados de que los mismos de siempre les sermoneen desde la moqueta diplomática mientras entregan sus países a la inseguridad, a la dependencia energética y a la censura cultural. Y claro, cuando alguien dice en voz alta que China, Irán o las mafias migratorias son un peligro real, la progresía se lleva las manos a la cabeza. Mejor seguir hablando de “inclusión” y “resiliencia”, aunque la calle se hunda.
La ONU no es hoy más que una coartada: en su seno se sientan regímenes que encarcelan a opositores, que apedrean mujeres y que financian terroristas, pero se permiten dar lecciones a democracias consolidadas. Trump rompió esa farsa recordando que la soberanía nacional no se negocia, y que ningún país debe someterse al chantaje de burócratas internacionales. Lo suyo no fue una torpeza, sino un acto de valentía. Y el escándalo que provoca en los salones diplomáticos es, en realidad, la mejor prueba de que ha tocado la tecla correcta.
Y aunque incomode, al menos alguien se atreve a decir lo que
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