La universidad, en la estacada

La impresión general es que también los rectores han sido cogidos por sorpresa

El pasado 22 de marzo apareció en el BOE la nueva ley de Universidades, en principio una más de las infinitas que en los últimos meses han caído sobre las cabezas de los desdichados que no tenemos otro remedio que pedir a los cielos, por una parte, que llueva agua abundante sobre los campos sedientos, por otra, que cese de una vez la diarrea legislativa que nos abruma. Una ley que nadie había pedido y sobre la que no ha existido el menor debate en el seno de la Universidad. ¡Qué tiempos aquéllos en los que semejante empeño iba precedido de consultas, reuniones de expertos e informes más o menos discutibles y tan discutidos como fuera el famoso informe Bricall en el lejano 2000!

Nadie había mostrado alarma ni preocupación con lo que parecía una ley más, llamada a ser sustituida por otra llegado el momento, hasta que hace un par de semanas se conoció el contenido de dos proyectos de real decreto que dinamitan la estructura departamental de la Universidad pública y eliminan de un plumazo la configuración de las diferentes disciplinas, articuladas en torno a las llamadas área de conocimiento. Dichas áreas, establecidas en la Ley de Reforma Universitaria de 1983 pero con precedentes mucho más antiguos, son hasta hoy las unidades básicas que permiten la adscripción del profesorado y, más aún, han posibilitado el proceso de especialización y ramificación que, pese a sus excesos, está en el origen del crecimiento del sistema universitario español desde los años sesenta del siglo pasado. Se crean ahora de la nada los llamados "ámbitos", sólo 43 para acoger la enorme diversidad de los saberes universitarios. Que uno de ellos se llame Medicina u otro Derecho, y que a esos sacos vayan a parar los profesores de las decenas de áreas hasta ahora existentes, con la posibilidad abierta de eliminar la especialización docente de cada uno, da idea del despropósito en que podemos sumergirnos.

Todo este inmenso berenjenal ha sido plantado de la noche a la mañana sin la menor participación de los universitarios, es de temer que ni tan siquiera de los rectores. La impresión general es que también ellos han sido cogidos por sorpresa, a juzgar por la escasa reacción y su incapacidad para dar explicaciones sobre lo que está pasando y puede pasar. El nulo pulso de la Universidad española, su patética dependencia ideológica y política, queda así, una vez más, al descubierto.

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