Hola. Me llamo José Luis Malo Pérez, tengo 43 años y he decidido dar el paso de venir a esta reunión porque tengo que confesar que soy muy yonqui. Mi vicio es diario, y hace ya tiempo que dejé de intentar controlarlo. Porque lo necesito, sin él es realmente complicado vivir. Sé que nos ocurre a muchos, por eso estoy aquí. Vengo a hablar, con todos mis respetos a los que sufren de otras peores, de mi adicción a Málaga.

No tengo claro cuándo empecé a coquetear con esa droga. La cuestión es que me la ofrecían de manera tan sutil, tan continua, que imagino que estaba condenado a caer en ella. Mis primeros escarceos seguramente yazcan en mi subconsciente, en algún lugar perdido de mi infancia. Imagino que los primeros fueron aquellas tardes de domingo en las que mi madre me imploraba que saliera ya del agua, que había que volver a casa, y yo me resistía, o me manchaba a propósito de arena para tener que enjuagarme de nuevo. Luego fue a más, porque siempre va a más. Dejó de ser algo que consumir exclusivamente en verano. Jugar en la orilla y pasar las horas muertas en el agua derivó, de la mano de la adultez, en la necesidad de tener la playa metida en los cinco sentidos. Y trascendió a cada estación. Para un baño, para pasear, para divagar, para hacer deporte… Mi cuerpo necesitaba y necesita esas dosis de playa. Ahora soy incapaz de verme viviendo en un lugar sin ella.

Y ya se sabe con esto de las adicciones qué pasa, que de una saltas a otra. Empecé a flirtear con lo de esnifar. Los olores de Málaga eran irresistibles. Así que la dama de noche, el olor salino del mar y el petricor (al cual estaba enganchado incluso desde mucho antes de saber que tenía un nombre y ahora, con la sequía, convertido de un vicio de alto lujo) se fueron incorporando a mi rutina yonki. Eran fácil de pillar, no costaba trabajo ir a por ella.

Recuerdo también la noche en que me ofrecieron unas pastillas en Gibralfaro. Desde allí arriba, Málaga dormía imponente, orgullosa, acogedora. Aquello que probé era poderoso, se iba directamente a las venas, y desde entonces ya no supe vivir sin disfrutar de mi ciudad en las alturas. No he dejado de subir montañas para recrearla, para gobernarla a vista de pájaro; hasta llegué a montar en avioneta para ello, tal es mi adicción. Luego llegaría otra droga de diseño, la del postureo en una terraza para capturar una foto. Pero yo no iba a aquellos sitios buscando de eso, sino una dosis muy particular: la de contemplar el mapa sintiendo que el cielo queda más cerca que el suelo.

Ya he perdido la cuenta de a todo lo que me he enganchado y todo lo que consumo a diario. Y es verdad eso que siempre oía de que a veces, cuando ya eres un adicto, ves luces de colores. Yo las presencio constantemente. Las de esos amaneceres imprevisibles que entre estaciones son un capricho diario. Las de los atardeceres que tanto me engancharon y que he intentado perseguir por otras ciudades del mundo. Las luces de plata de una luna que me volvió lunático y con la misma adicción y apego que siente un hombre lobo. Llevo dentro tantos colores de mi Málaga que no me extraña que los extranjeros que los prueban sufran una sobredosis súbita de la cual ya no consiguen salir. Y no, no he venido a esta reunión a desintoxicarme. He venido a por más. He venido a deciros que no tiene cura. Que esta adicción revive. Y que quien sale de esta ciudad, antes o después, acaba regresando a por más.

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