Parar la xenofobia, algo más que palabras

Europa no debe abdicar de sus principios democráticos, pero tiene que ser consciente de lo que se juega con la inmigración ilegal

Hace ya mucho tiempo que la inmigración se ha convertido en uno de los principales problemas de la UE. Este fenómeno, unido a las nefastas consecuencias de la crisis económica, es ya una bomba de relojería que puede, incluso, acabar con el propio proyecto europeo, basado en una fusión de ideas liberales y socialistas en la que la democracia y los derechos humanos ocupan un lugar central. Sin embargo, en los últimos tiempos hemos visto surgir numerosos gobiernos de corte populista que culpan a la inmigración de todos los males: Hungría, Polonia, Italia... Por su parte, en naciones como la República Checa, Eslovaquia, Finlandia, Dinamarca y Eslovenia, los partidos con discursos xenófobos son cada vez más poderosos e influyentes en las políticas gubernamentales. La misma Suecia, ayer ejemplo de apacible balsa socialdemócrata, tiene ya un partido de claro sesgo racista como tercera fuerza política; y en Alemania, pese a sus fantasmas históricos, es cada vez más preocupante el avance de la extrema derecha. En España, por ahora, este fenómeno no es preocupante, pero muchos se preguntan hasta cuándo se mantendrá esta anomalía y, además, ya empiezan a registrarse fenómenos preocupantes y campañas orquestadas para fomentar la xenofobia.

Estamos, por tanto, ante un problema de gran magnitud cuya solución no puede venir de fórmulas simplistas y demagógicas. Es una evidencia que una parte no desdeñable de la población europea ve en la inmigración una amenaza tanto para su seguridad como para su bienestar social, idea que cala, especialmente, entre los más desfavorecidos, que son los que más sufren el fenómeno. Empeñarse en descalificar a estos ciudadanos y no escuchar sus razones es, además de una necedad, un gran error político. Europa, está claro, no puede ni debe prescindir de su alto ideario humanista y democrático, pero tiene que ser consciente de que en el control de la inmigración irregular se juega gran parte de su futuro. En primer lugar, hay que llegar a la conclusión de que estamos ante un problema continental que requiere el esfuerzo de todos. Las políticas de insolidaridad con los países del sur de Europa, dejándolos solos ante las últimas oleadas de inmigración son, sencillamente, un suicido para los países del norte. Son muchas cosas las que se pueden hacer: mejor control de las fronteras, más fondos sociales para evitar que se creen agravios, leyes que eviten que las peculiaridades culturales o religiosas estén por encima de los principios fundadores de Europa, mayor seguridad policial en los barrios más desfavorecidos, una educación que incida más en los valores ilustrados, etcétera. En definitiva, se necesitan más que palabras de buenismo manido.

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