No se había quitado aún la castañeta Morante de la Puebla cuando redes sociales y medios de comunicación se llenaron de mensajes y artículos de opinión que lo proclamaban el mejor torero de la Historia. Con mayúscula. Y así lo han entronizado tanto chavales que no han llegado a ver torear a un José Tomás cuanto aficionados algo talluditos que, si no vieron a Pepe Luis, Ordóñez o Paco Camino, sí asistieron a faenas de Curro Romero, Paula o los renacidos Antoñete y Manolo Vázquez. En cualquier arte es difícil hacer comparaciones, pero al menos se cuenta con la materia prima de la obra para sacar conclusiones. En el toreo no, porque cualquier aficionado sabe que lo que se ve en la plaza sobrepasa una grabación de imágenes, que un vídeo no recoge las innumerables dimensiones de su realidad (y de aceleradas grabaciones antiguas, para qué hablar). ¿Cómo asegurar, por tanto, que Morante ha superado a Belmonte, Joselito, Manolete y el larguísimo etcétera de figuras que jalonan este arte?
Lectores de todo jaez, un año después de publicada, han elevado a obra maestra la novela La península de las casas vacías y la han calificado, con pasmosa e indubitada autoridad, como la mejor novela española sobre la Guerra Civil. Así la tildan no sólo jóvenes que tal vez no hayan ido más allá de Almudena Grandes o Julio Llamazares, sino veteranos lectores que puede que leyeran a Max Aub, Joan Sales o Juan Iturralde, por citar a tres autores de notables novelas sobre nuestra contienda, que además la padecieron en persona. ¿Asistimos, por ventura, a una época que nos está dando los mejores frutos jamás conocidos en varias artes o será que la memoria es débil y todo lo de hoy nos parece insuperable?
Si hasta recién pasada la Segunda Guerra Mundial el pasado tenía más prestigio que el presente y, ya fuera por convencimiento, ya por respeto a los predecesores, se pensaba que lo que el tiempo había decantado estaba por encima de lo actual, de obras entre las que aquél aún no había hecho su criba, desde entonces se empezó a mirar lo nuevo como lo mejor. Pasó en el cine, la literatura, la música, etc. Los jóvenes autores, a partir de los años 60, fueron tomados súbitamente por más valiosos que los John Ford, Proust, Falla, etc. Lo actual no traía, por serlo, la brillantez o el aura de lo novedoso, la atención concitada por su mera novedad; también trajo, ipso facto, el prestigio de superar, tornarse superior, a todo lo antecedente. De ahí que empezaran a sucederse las generaciones más preparadas de la historia, porque la última en llegar era siempre la mejor, aunque no se sepa muy bien de qué se habla cuando hablamos de “preparación”, y hayamos perdido ya la cuenta de cuántas han pasado desde que la algo lejana primera fue bautizada como tal.
Esta permanente atención a lo recién hecho impuso la prevalencia de la visión juvenil de la vida, no en quienes son jóvenes y sólo pueden verla con ojos a estrenar, sino de quienes, pese a sus présbitas miradas, se adhieren a esta visión. Y con ello vino un cierto enquistamiento en la misma. Alfredo Relaño dice que el mejor futbolista que ha existido es, para cada generación, el que vio en su juventud. Para mi señor padre fue Di Stéfano, para un tipo que ronde los setenta años es Cruyff y para mí es Maradona. Pero, con esta visión juvenil de la vida, muchos de quienes han visto a no pocos de los más geniales proclaman sin ambages que el mejor ha sido Messi, por ser el último de los grandes (por ahora). Entre pararnos a sopesar cuanto vimos, leímos, escuchamos o disfrutamos, y reconocer que quizá lo mejor no es lo último en llegar y quedarnos, si así lo afirmamos, un poco fuera de juego, o decir que lo es el actual, muchos no dudan en sumarse a la ola arrolladora de la novedad y, engullidos por la fuerza de su ímpetu, tomar por el mejor que jamás hubo a quien va en su cresta.