Miércoles santo

Nuevos paisajes para las mismas emociones

  • El debut de Mediadora en el recorrido oficial como cofradía agrupada levantó el telón de una jornada a rebosar en la que también El Rico liberó al preso

ALGUIEN aseguraba haber visto a King África cerca de la calle Larios antes de la llegada de Fusionadas, pero, salvo incidentes de este tipo (resulta mucho más previsible toparse con Ana Botella a la salida de La Paloma en la Plaza de San Francisco, y así ocurrió), que al cabo forman parte del mismo sortilegio, la Semana Santa se caracteriza por su sentido de permanencia, por la repetición de sus ritos, en virtud del patrimonio que conforma; y, sin embargo, más allá de los cambios puntuales que acontecen cada año, con modificaciones de los itinerarios o nuevas incorporaciones como la que marcó a fuego la jornada de ayer, cada episodio de la Pasión en la calle se da, siempre, aun en su regresión constante, como si lo hiciese por primera vez. Por más que el Santísimo Cristo de la Sangre sea para tantos un habitual del Miércoles Santo, cada vez que llega a Carretería desde Dos Aceras es única y diferente. Igual que la portentosa comparecencia de Fusionadas en San Juan, con todo su despliegue escénico en las estrechas calles del centro, donde deja su misterioso hálito de geometría imposible contraria al vacío: bien saben los muros de Calderón de la Barca y Especería del Cristo de Ánimas de Ciegos y de Nuestra Señora del Mayor Dolor, y sin embargo, a ojos de una señora que ayer se deshacía en lágrimas (tal vez en una emulación proverbial de la Dolorosa: pero si algo no sabe de medidas ni razones es la más irracional emoción) junto a las Cinco Bolas, cada apertura de puertas, cada golpe de campana y cada paso de los hombres de trono es siempre nuevo y distinto, el primero. En parte, y dado que la Semana Santa es una cuestión de memoria, la repetición constante de la liturgia en las calles se convierte en una garantía de identidad, más aún en una ciudad cambiante, promotora de su más febril metamorfosis, como Málaga: mientras la Paloma siga saliendo el Miércoles Santo, parecía pensar otro veterano de gorra de paño y aparatoso abrigo, impropio de la temperatura reinante, anclado ayer en la calle Nosquera, desde donde podía venir el milagroso alumbramiento de la Virgen de frente, todo seguirá en su sitio, Málaga seguirá siendo mi ciudad, los míos seguirán siendo los míos. Si hacemos caso a la más elemental estética aristotélica, la emoción que suscita en el ánimo la contemplación de la belleza es siempre única, indisoluble, por más que el objeto que la excita sea el mismo. Pocas ocasiones, por tanto, hay para sentirse tan de aquí, tan anclado en las raíces de la ciudad, como la Semana Santa; y eso explica que muchos que viven en otras latitudes escojan esta época del año para regresar, y hasta para ejercer. En cualquier otra semana, tal vez la ciudad que les acoja de vuelta no sea la misma que dejaron atrás; pero, al tratarse de la Semana Santa, podrán contar con la seguridad de que, salvo cambios puntuales, reconocerán a Málaga enseguida. El mayor antídoto contra los exilios, más allá del afecto, tiene que ver así con la tradición; y ninguna tradición mantiene aquí sus alcances, sus hechuras y sus saetas al pecho como la Semana Santa.

Y, sin embargo, llega a ser sorprendente el modo en que las tradiciones se consolidan como tales. Mediadora debutó ayer en el recorrido oficial como cofradía agrupada, y daba la sensación, en el tinglao de la calle Ayala donde se produjo la puntual salida, matizada por la banda de la Trinidad Sinfónica que tocaba tras la Virgen, de que el envite había sucedido siempre, que aquel momento no era más que otro en una repetición incansable, que siempre había llevado la Señora su jábega en la mano izquierda, como un Caronte tocado por la gracia, en el mismo rincón, a semejante hora. Hubo quien echó de menos la procesión en el Parque Mediterráneo, en las Delicias, en La Paz; pero, a cambio, la calle Ancha del Carmen ganó un nuevo aliado en su singular tránsito de la Pasión, cuando se resistía aún la tarde a iniciar su declive. Hubo nervios en la salida, en la venia solicitada en la tribuna de la Plaza de la Constitución, y en algunos tramos, traducidos a veces en cierto y comprensible desorden: pero, en los nuevos paisajes que la Virgen dejó a su paso (pues en la Semana Santa son las imágenes las que configuran los paisajes allá donde son vistas, como si la ciudad entera se renovara también a cada pulso) las emociones fueron puras y exactas. Las de siempre. Las que, para tantos, hacen del Miércoles Santo una cuestión personal.

Pero que las procesiones dependen del equilibrio de numerosos factores, no siempre advertidos, quedó advertido en la salida de Salesianos: la conquista de la calle desde el Santuario de María Auxiliadora, en Capuchinos, junto al colegio, quedó empañada cuando un hermano de la cofradía, vocal de protocolo, sufrió un desvanecimiento que provocó la llegada de una ambulancia y el retraso en el desfile de más de diez minutos. Aunque no quedara claro que el clima fuese el culpable directo, lo cierto es que, por más que tan preferible sea a la lluvia, el calor también hace jugar malas pasadas. La habitual sencillez y humildad con la que el cortejo emprende la subida por Enrique Domínguez Ávila hasta la Plaza de Capuchinos quedó, sin remedio, un tanto diluida, asumido el objetivo de recuperar el tiempo perdido sin perder la armonía de la puesta en escena. Y hubo, de cualquier forma, hermosas miradas al Cristo de las Penas y a María Santísima del Auxilio, que justo celebra este año su 25 aniversario, en la Cruz del Molinillo, en la Tribuna de los Pobres, en la Catedral, en Echegaray y en Madre de Dios. Mientras tanto, caída ya la noche, y en el entorno de la Plaza de la Merced, volvía a oficiarse el milagro de la paradoja y el contraste, con la Málaga celebrante del comienzo del puente dispuesta a no dejar un bar sin llenar, como un banquete multitudinario orquestado a espaldas de la piedad, entre jarras de cerveza y víveres a prueba de abstinencias; no obstante, el modo en que el recogimiento pasionista y el solaz festivo convergen, confluyen y hasta se dan la mano en numerosas ocasiones es otro santo y seña de la Semana Santa de Málaga. Como la vida misma.

El acto de liberación del preso como cima de la procesión del Rico, en la que participó el ministro de Justicia, Rafael Catalá, tuvo sus connotaciones habituales, las que corresponden a la tradición renovada, con un extraño silencio disperso en una Plaza del Obispo donde la gente parecía metida a presión. Pero ya había dejado María Santísima del Amor imágenes para el recuerdo en Císter, donde había que encaramarse a cualquier sitio para contemplarla. Antes, la Virgen de la Paloma había ganado la aclamación de la ciudad en la Tribuna de los Pobres, detrás de Jesús de la Puente del Cedrón y el implacable (aunque para no pocos entrañable) Berruguita. Y el Santísimo Cristo de la Sangre derramó la suya en Dos Aceras, incomprendido y solo, por más que fuesen miles los testigos de su dolor. Eso sí, había que acercarse a la calle Larios para escuchar a la Brigada de Paracaidistas entonar sus himnos en honor el Cristo de Ánimas de Ciegos: donde la tradición se refuerza, la razón huye. Pero el espíritu de tantos obtiene su recompensa: algo se mantiene intacto desde el principio de todo. Con la promesa de que Málaga sea, en cada pasaje, la de siempre.

Cuando el Cristo de la Expiración partió la noche en dos en San Pedro, con El Perchel sostenido en un puño, la madrugada se preparaba para extender su reino. Y la ciudad proseguía su particular pasarela de contrastes: mientras el cortejo llamaba solemnemente a la oración, se confundían a su paso ya en la Alameda los comulgantes del luto y quienes buscaban el plan perfecto para una fiesta que habría de prolongarse hasta la mañana. Pero es esta diversidad de ciudades la que hace de Málaga una sola, la que la caracteriza y la sustenta. Tan prodigiosa síntesis es un signo de que, a pesar de que los escaparates sean tan distintos, el corazón es el mismo.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios